Por Nadia Bernal de Malvestida
Hace unos meses una de mis mejores amigas, periodista y con una amplia noción sobre violencia sexual me presentó el libro, publicado en 1992, “Trauma y Recuperación” de Judith Lewis Herman, una psiquiatra estadounidense, académica y pionera por su investigación sobre la violencia doméstica y el trauma complejo (o también llamado Transtorno de Estrés Postraumático Complejo).
Las investigaciones de Judith comenzaron a desarrollarse en los años 70, desde una perspectiva feminista. Ella refutó los paradigmas en cuanto al trauma psicológico de las sobrevivientes de violencia sexual y doméstica, que hasta entonces eran encasilladas bajo el concepto de “histeria”.
No sólo eso, la académica hizo una comparación del trauma psicológico que presentaban los veteranos de guerra con los estragos que manifestaban las sobrevivientes de violencia sexual y doméstica.
La obra de Herman llegó a mí porque mi amiga es parte de la red de apoyo más cercana que tengo desde que salí de una relación en la que, ahora puedo nombrar, sufrí abuso sexual y psicológico.
Mi recuperación como sobreviviente de violencia
A lo largo de este año, me hice las mismas preguntas que había escuchado de otras mujeres que me han compartido su historia todos estos años, al ejercer mi labor como reportera, cubriendo temas de violencia de género y movilizaciones feministas.
Las preguntas, que más bien eran cuestionamientos a mí misma, se sostenían bajo la incapacidad de creer que esto me había pasado a mí y sobre el porqué me sentía tan sola viviendo esta situación.
Tampoco podía entender cómo lidiar con el dolor físico y emocional que sentía mi cuerpo; y que, aun con un tratamiento psiquiátrico, las pesadillas se instalan en mí desde entonces.
No comprendía por qué, derivado de esto, algunas personas (entre ellas, mujeres feministas y aliadas de estos movimientos) a las que consideraba amistades cercanas, o personas con ética y sensibilidad en el tema, se habían alejado de mí o me habían dejado de hablar sin decir nada más.
No sólo eso, algunas habían tomado partido por el hombre que ejerció estas violencias. Estas personas simplemente no me creían y yo me sentía muy avergonzada y culpable por estar en esta posición.
“No comprendía”, entre comillas, porque sí tenía en claro la carga social, el estigma y la revictimización que rodea a las mujeres sobrevivientes de violencia, sólo que, en esta situación, todo me parecía confuso e inexplicable.
Entonces, la investigación de Judith Lewis Herman, (y el acompañamiento de mis amigxs y mis terapeutas, por supuesto) me hizo mirar hacia dentro, pero fundamentalmente hacia afuera, hacia la comunidad que me rodea.
Más allá de saber o identificar si los estragos de la violencia que viví forman parte de las características que Herman describe como síntomas del trauma complejo (ni el libro, ni esto que escribo pretende ni busca el autodiagnóstico), su obra me hizo profundizar en los impactos psicológicos de la violencia sexual.
Y, principalmente, me dio una lucecita para pensar en mi propia recuperación y en preguntarme cuál es el deber social frente a las violencias perpetradas en lo privado.
Tengo un secreto impronunciable
En noviembre del 2021, la editorial independiente Palíndroma me invitó a conversar con la autora argentina Belén López Peiró sobre su novela “Por qué volvías cada verano”. Su libro narra el abuso sexual que la autora vivió por parte de un miembro de su familia, un tío que pertenecía al Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires.
A modo de relato polifónico (porque en el texto se integran las voces de su familia, de las instituciones de justicia, de los profesionales en psicología), ella describe, primero, que la denuncia ante tribunales, y hablar frente a su propia familia, llegó diez años después de las agresiones porque desnormalizar y reconocer la violencia es un proceso arduo.
Pienso que el relato de Belén hace enfásis en el abuso sexual como un hecho colectivo en el que los silencios sostienen o replican la violencia.
Ella misma ha declarado en diversas entrevistas que tardó estos años porque “para poder hablar, lo primero que se necesita es lenguaje (…) jamás me habían dicho lo que era un abuso. Tampoco me habían hablado de consentimiento”.
Intuyo que el texto de López Peiró posiciona al lenguaje, mediante la palabra, como un paso para romper con esos círculos de violencia. Regresar años después a su texto me hizo pensar en lo que recientemente había leído de Herman en “Trauma y Recuperación” y, por supuesto, en la similitud que encontré con mi propia historia como sobreviviente de violencia.
Judith Lewis Herman menciona que recordar y contar la verdad son dos requisitos imprescindibles para el restablecimiento del orden social y para la curación de las víctimas. Ella dice que cuando estos tipos de violencia se reproducen se crea un “secreto impronunciable” que debe ser revelado.
“Cuando por fin se conoce la verdad, las sobrevivientes [de violencia] pueden iniciar su curación, pero con demasiada frecuencia el secreto es el que gana y la historia de ese acontecimiento traumático no sale a la superficie como una narración verbal, sino como un síntoma”, dice Herman.
Contarles a mis amistades, a mi familia y a algunas personas de mis círculos sociales ha sido una forma de decir lo impronunciable.
Hablar sobre las pesadillas que persisten hasta ahora y el miedo que comenzó a alojarse en mi cuerpo y en mi corazón es decir mi secreto.
Considero que nuestro secreto impronunciable como sobrevivientes de violencia no tiene que ser dicho, forzosamente, ante un foro lleno de personas o en una red social. Pronunciar lo impronunciable puede empezar con nosotras mismas o con la persona que más confianza nos inspire.
Belén López Peiró eligió la literatura como una herramienta para hablar y apropiarse de esos silencios de su familia. Judith Lewis Herman dice, por ejemplo, que cuando publicó un texto en 1976 sobre el incesto comenzó a recibir cartas de mujeres que nunca habían contado sus historias.
“Gracias a ellas nos dimos cuenta del poder que tenía decir lo indecible”.
En mi caso, para decir lo impronunciable elijo la poesía, pero también escribo este texto.
Detener la violencia es un deber colectivo
Decir lo impronunciable es un paso que implica paciencia y compasión hacia nosotras mismas porque es agotador y se necesita acompañamiento.
Aquí es donde la responsabilidad de quienes nos rodean y son espectadores de la violencia es fundamental: develar los secretos no es algo exclusivo de nosotras y no me parece justo que el peso de la violencia sistémica se nos siga imponiendo.
Belén López Peiró dice en un párrafo de su libro que la gente que no hace lo que puede, hace lo que quiere y para ella, su familia no hizo lo que pudo ante el abuso sexual que vivió por parte de su tío:
“Hacer como si nada pasara es respaldarlo (…) es aceptar y promover las brutalidades de un hombre que cree que puede tomar prestada la niñez de una mujer y destrozarla”.
En mi caso, cuando quise contar cómo me sentía y las prácticas que aquel hombre había realizado sobre mi cuerpo, las personas a mi alrededor, del ámbito personal y laboral, círculos que ambos tenemos en común, ni siquiera quisieron escuchar lo que tenía que contar.
Algunas personas consideraron que lo que creían que había pasado era algo que sólo nos correspondía a él y a mí. Así, en lo privado.
Entonces, la voz de Judith Lewis Herman me recuerda que al testigo de los actos de violencia se le exige tomar posiciones: no ver, no oír, no decir nada.
Y si fracasa el silencio, dice, el perpetrador “erosiona la credibilidad de sus víctimas y se antepone una negación más absoluta, una negación más sofisticada. Y dirá que la víctima exagera y miente. El testigo va a mirar hacia otro lado”.
Cuando nuestros círculos sociales se enteraron que decidí interponer una denuncia formal en contra del individuo me señalaron de ocasionar problemas, en lugar de reflexionar que, en todo caso, lo que estaba sucediendo era resultado de las acciones de violencia que él había cometido.
Pero también encontré amor y acompañamiento de nuevas personas; me he hecho responsable de mi salud física y emocional. Asimismo, he cuestionado mis posturas políticas y reflexionado en la responsabilidad que tengo frente al proceso de recuperación de otras sobrevivientes de violencia.
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