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En Bolivia, desde por lo menos la década de 1980, se ha vuelto común el referirse a la “identidad” como el concepto fundamental que sirve para explicar aquello que somos. Aún más: las identidades, así, tomadas en plural y en conjunto, serían la base de la cultura, y todo esto junto, árboles y bosque, serían el sumum de la nación, o las naciones que conforman Bolivia, su razón de ser, su esencia.

Tal esencialismo se esconde, no cabe duda, en la categoría de identidad: una suerte de inmutables maneras de ser, que, resistiendo el paso de los tiempos, o más aún, por fuera del tiempo, por fuera de la contingencia obligatoria del vivir en el tiempo, siempre quedan ahí, resistiendo dominaciones, envejecimientos, degradaciones, mezclas, “contaminaciones”. Porque detrás de esta idea, la de la identidad colectiva, común a un grupo casi como es la marca del ganado, una yerra (¿o un yerro?), una fierra, una propiedad. Propiedad es por una parte el derecho o la facultad de poseer algo, dice el Diccionario de la Lengua Española, pero también es un “atributo o cualidad esencial de alguien o algo”.

Hay un vínculo entonces entre propiedad, identidad, esencias, poder, posesión: al suponer que uno “posee” su propia identidad –y aquí el sentido deviene en propio, opuesto a lo ajeno— algunos creen, de manera interesada, que estas posesiones son propiedades únicas, irreemplazables, rasgos definitivos de lo que se es o se tiene que ser: el ser depende en mucho, del poseer, o quizás, del ser poseído, tal como ocurría con las posesiones demoníacas, pero en este caso, se trata de ser poseído por la fuerza del grupo del que somos sumisos y marcados militantes. Por eso hay un vínculo entre el reclamo de la identidad colectiva y la necesaria sumisión, corporativa y disciplinada, al grupo, a la Orden, a la orgánica sujeción al colectivo, al mando central que nos manda y que al hacerlo, nos hace “el bien” de entregarnos identidad.

El sociólogo brasileño Renato Ortiz afirma que la discusión sobre la identidad “está atravesada por una cierta obsesión ontológica”, una obcecación sobre el ser, lo que verdaderamente es. Desde que el pensamiento romántico o nacionalista nos brindó un instrumental doctrinario, según el cual los seres humanos estamos divididos según culturas específicas, únicas, eternas, y que esas culturas se manifiestan en sus hijos a través de la identidad, bolivianos y latinoamericanos en general, nos hemos adherido a esta idea con entusiasmo y fanatismo: somos defensores, o buscadores, de nuestra verdadera, profunda e inmutable “identidad”. Ortiz caracteriza bien en el carácter hegeliano de esta búsqueda de la identidad profunda, que ha tenido mucho eco entre los pensadores latinoamericanos, y en el siglo XXI, que configura en mucho los populismos con éxito político, que hablan a nombre, justamente, de la “verdadera identidad”, la “nación profunda”, etc.

Esa búsqueda un tanto desesperada y maniática por “nuestra identidad” domina en los ambientes de cultores del folklore tanto como los nacionalistas a ultranza, como en el mundo intelectual o universitario, aunque en este mundillo esta ontología se disfrace de progresismo. Así, tenemos a autores como al brasileño A. Vieira Pinto, quien ya en 1960  explicaba que las identidades de los países subdesarrollados, al estar dominadas por “economías fuertes”, están inevitablemente “alienadas”, y que solo podrán desarrollar plenamente su propia identidad si se liberan, por lo tanto, de ese yugo colonial u opresor. Por su parte, el peruano Aníbal Quijano,  a fines de los años 80, planteaba que la identidad de los latinoamericanos debía oponerse a la “identidad cultural europea o euro norteamericana”, ya que estas identidades, dominantes, hegemónicas, asociadas al “imperio mundial de las respectivas burguesías”, estaban en crisis. Crisis de identidad: no saber quién se es, no estar conforme con lo que se es, en suma, sufrir por ser lo que se es y no poder ser lo que se ansía. Occidente había entrado en una profunda crisis de identidad cultural.  Como fiera herida, Occidente atacaba a todas las identidades que se opusieran a la “racionalidad moderna” y se vincularan con la “liberación de la sociedad y de cada uno de sus miembros”, es decir, los que buscaran acabar con las desigualdades sociales y jerarquías que se fundaban sobre el poder “del capital y su imperio”. 

Esta crisis de la modernidad europea y norteamericana, entonces, estaba siendo contrarrestada por la preocupación latinoamericana por “nuestra identidad”, es decir, aquello que nos hace diferentes de los occidentales, porque no somos “europeos exilisados en estas salvajes pampas”.

Entonces, ¿qué somos? ¿Cuál es nuestra identidad? Se han derramado ríos de tinta para responder, para describir o caracterizar esta extraña identidad latinoamericana, casi siempre desde una perspectiva laudatoria (¿a qué latinoamericano que se precie de serlo, se le ocurriría denostar, despreciar su propia identidad?), y que Quijano resume más o menos así: en América Latina coexisten el pasado con el presente, y el pasado es una vivencia actual, y no es “nostalgia”. No es inocencia perdida, sino “sabiduría integrada”, “unidad del árbol del conocimiento en el árbol de la vida”, etcétera, etcétera. En síntesis: nuestra identidad es una identidad superior a la europea ya en crisis y decadencia… nuestra identidad es una “matriz cognitiva” que debería liberarse prontamente del racionalismo, como “promesa de liberación”, una utopía capaz de producir nuevos sentidos históricos, capaz de nuevas asociaciones entre “razón y liberación”, de nuevas prácticas “de reciprocidad, de solidaridad, de equidad, de democracia”… en fin: las alabanzas suman y siguen: aún da más peso a lo andino –peruano al fin—: “nuestra identidad” sería “un modo de rearticulación de dos herencias culturales. De la racionalidad de origen andino, ligada a la reciprocidad y a la solidaridad. Y de la racionalidad moderna primigenia, cuando la razón estaba aún asociada a la liberación social, ligada a la libertad individual y a la democracia, como decisión colectiva fundada en la opción de sus individuos integrantes”. 

Resumamos lo que promulgaba Quijano en 1988: ¡Nuestra identidad es la mejor posible de todas…! Si bien en tono académico y ensayístico, de profunda convicción de izquierdas, no dice nada nuevo si recordamos, por ejemplo, los himnos nacionales de las nuevas repúblicas hispanoamericanas del siglo XIX, como aquello de “y los libres del mundo responden: al gran pueblo argentino, ¡salud!” o “¡guerra, guerra sin tregua al que intente de la patria manchar los blasones!”, y aún “¡oh gloria inmarcesible!  ¡Oh júbilo inmortal!”, y más, “gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó”, o simplemente “bolivianos: el hado propicio coronó nuestros votos y anhelo; es ya libre este suelo, ya cesó su servil condición”.  ¿Algo de nuevo? Palabras y categorías doctrinales distintas, la misma idea: no existen gentes mejores que los latinoamericanos… “nuestra identidad” es superior… “somos la reserva moral del mundo”… “somos un cambio civilizatorio”, y mil frases así, lo que ya los nacionalismos habían inventado con éxito, subsumiendo a indígenas, campesinos, obreros, artesanos y todo tipo de castas y colores –que antes se consideraban francamente de manera jerárquica—, ahora como apareciendo como la quintaesencia de la identidad, de nuestra identidad, de nuestra inmortal gloria. Cantos de sirena abiertos a las derechas más reaccionarias como a las izquierdas supuestamente alternativas, la invocación de la identidad tiene, en última instancia, un extraño olor a imposición y búsqueda de orden.

En los años noventa, por la gran influencia que tuvieron los autores franceses conocidos como “postmodernos” y por las oleadas de modas de opinión que pensaban la modernidad occidental como algo invariablemente negativo, la respuesta en contra de esta visión esencialista de las identidades colectivas se fue al otro extremo: así, empezamos a decir, con García Canclini por ejemplo, que las identidades no eran en absoluto esenciales, y que estaban constantemente sujetas a “negociaciones” con los otros. Renato Ortiz, Jesús Martín-Barbero y muchos otros añadieron peso a esta visión “negociadora” de las identidades. Aún más, autores como De Certau nos empujaban a ver las “tácticas” de los pobres, de los tercermundistas, de las clases populares, en fin, de los de abajo, como mucho más fértiles que las “estrategias” de los de arriba, y eso nos volvía a llevar a una visión maniquea del mundo. Así, al criticar la idea de que las identidades no eran esencias eternas, como se supone que querían promover los nacionalismos –olvidando que justamente las doctrinas nacionalistas latinoamericanas habían apologizado la cultura y la identidad de los de abajo, del pueblo bajo, como “esencia de la nación” en lo que Tierno Galván llamaba el “goyismo”—, al criticar esos esencialismos, habíamos caído en unos relativismos casi absolutos –si me permiten el oxímoron— que, de manera también ideológica, nos llevaban a valorar las identidades locales, pequeñas, las diferencias pretendidamente soberanas, como las “verdaderas identidades”, contra los “grandes relatos” de la Modernidad, el progreso, la ciencia o la tecnología.

Hay que pensar que mucho de los llamados populismos del siglo XXI se basan en esta idea: las identidades, mientras más fragmentadas y específicas sean, tanto mejor, porque son expresión del pueblo. Y los activismos del siglo XXI también son defensores de la autodeterminación identitaria extrema: por eso hoy nadie sabe cuántas “orientaciones sexuales” existen: 26, 36… incluso el Defensor Global LGBT de la ONU, el abogado tailandés Vitit Muntarbhorn, llegó a declarar en 2016 que eso de que solo existen dos géneros: femenino y masculino, es algo superado: existen ¡112 géneros! Y probablemente, si esto sigue así, a lo largo del siglo XXI veremos el surgimiento de muchísimas identidades de género más. Mientras más diferente, más auténtico… con lo que volvemos a caer en el viejo esencialismo de las ontologías de la identidad.

Y así estamos. Folkloristas y políticos, bien o mal intencionados, harán de la exhortación esencialista a la identidad una de las formas más compradoras de conseguir adeptos y seguidores dóciles. ¿Quién puede declararse en contra de la defensa de nuestra identidad? Nadie en su sano juicio, a menos que quiera ser acusado de “traidor”.  Y si a esto sumamos que hoy los reclamos por la identidad son muchos y diversos (identidad regional, generacional, de género, de estilo de ropa, de gustos, de música, de “colectivos urbanos”, de tipos de alimentación, de estilos de vida, y así sumando), tenemos un mundo donde nos pasamos buscando conformidades y huyendo de las herejías. Nada nuevo bajo el sol: la búsqueda de identidad del siglo XXI, aunque se base en valores radicalmente individualistas –lo que heredamos, queramos o no, de la tan denostada modernidad occidental—, nos está llevando a nuevas formas de conformidad a la regla, tal como ya les ocurría a los monjes del siglo IX en relación a la Regla de San Benito: sumisión, debida obediencia, conformidad con los mandatos del grupo de pertenencia.

En un país como Bolivia, donde los valores del quién es quién se superponen en una escala jerárquica de prestigios y privilegios, estas conformidades de nuevo cuño si bien se pretenden elecciones “liberadoras” –como ya les agradaba hablar a los pensadores latinoamericanos de fines del siglo XX—, lo que hacen es aumentar el grado de las intolerancias, porque, cada vez que alguien se adscribe a una identidad y manifiesta su adhesión a los de su grupo, crea nuevos enemigos, aquellos que no son iguales, que tienen o se adscriben a otra identidad.  Como sostiene Zaira Navarrete-Cazales, “[n]o hay posibilidad de identidad que no postule, al mismo tiempo, una alteridad: no sería posible una mismidad sin la existencia de esa otredad”; el problema está en que esta “alteridad” son otras personas, no un concepto abstracto, sino personas reales a las que, una vez adscrito a los míos, veo como los otros, los extraños, los desviantes, los enemigos. Así, el aumento de identidades de adscripción en el mercado simbólico, significa entonces un aumento de las confrontaciones. Este es, como ya señalaba Benjamín Arditi el año 2000, “el reverso de la diferencia”, es decir, las consecuencias no deseadas de buscar anonadadamente nuestra propia, irrepetible, triunfadora y exclusiva identidad.

Desde la antropología, la idea de identidad se sostiene en la relación de la totalidad de una cultura primitiva, antigua, que se debe caracterizar a través de una “descripción densa” de todos los rasgos componentes específicos de esa cultura, y que como horizonte estructurador, brinda contenido a las personalidades individuales, como lo resume Renato Ortiz. Así, en cada cultura específica habría “un patrón”, un carácter puntual de ese pueblo. El carácter de un pueblo sin embargo, también es la base del pensamiento nacionalista, aunque en ese caso se aplique a comunidades más grandes, con claras divisiones de clase, pero en este caso, la identidad como carácter del pueblo aparece como una esencia antigua, que sobrevive o debe sobrevivir porque es justamente lo que da identidad a ese pueblo: especificidad, diferencia. La identidad es diferencia: la diferencia es discriminación, buena o mala, pero discriminación en su doble sentido: tanto el de “seleccionar excluyendo”, como el de “dar trato desigual a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, de sexo, de edad, de condición física o mental”, como define la Real Academia Española.

Hablar a nombre de la identidad, entonces, es discriminar, preferir a unos y repudiar a otros. No importa que estas “identidades” se construyan, por ejemplo, desde una perspectiva de clase, o de cultura, o de género, o incluso de hobbies o clubes sociales: la operación mental de los identiquistas será la misma: mi identidad (la de mi grupo) es valiosa, se enseñorea por encima de los demás, y como tal, debe ser respetada a ultranza, por muy contradictoria que sea.

Aunque pretendimos escapar de los esencialismos y los “grandes relatos” que daban sentido a la vida humana, en el primer tercio del siglo XXI hemos caído en el otro extremo: las identidades de la extremada diferencia son también esencialistas y, por tanto, están plagadas de una visión ideológica de la realidad humana.  Pero donde hay ideología, no mandan las razones, ni la tolerancia. A nombre de combatir los fundamentalismos de la identidad, entonces, nos estamos volviendo aún más fundamentalistas: por eso los llamados a la identidad, por muy emotivos y psicológicamente amparadores que sean, tienden a ser, casi siempre, la manifestación de angustias y malestares irresueltos o irresolubles… revelación de las faltas.

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