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Venía conduciendo al atardecer, por las atestadas calles de la ciudad, desde el aeropuerto a la casa de mi hermana, y luego de dejarla allí junto con mi sobrina, seguí manejando de vuelta a mi casa. A las 7 de la tarde la ciudad, las ciudades, se atascan de autos: sus ocupantes retornan a sus moradas,  pero, al hacerlo, las vías camineras se obstruyen como tapones vivenciales que demuestran un rasgo desventurado de vivir en ciudades: pasarse la vida embutidos dentro de autos que no avanzan más que a pequeños tirones, y los recorridos próximos, que sin automóviles se cubren en pocos minutos, a las horas pico, se convierten en horas. 

Manejar al atardecer, entonces, es una mezcla extraña de antitéticas sensaciones. El colapso del tráfico de motorizados no puede dar alegría, ni paz, ni emociones buenas (aunque siempre habrá alguien que lo disfrute): sólo estresa o enfurece y pone a prueba la paciencia. Pero la ocasión en que este suplicio caminero ocurre, el crepúsculo, llena de magia los cielos lejanos, la puesta del sol, las nubes y los arreboles: delante de los parabrisas se abre un espectáculo de luces, de “entre dos luzes” (como se decía hasta el siglo XVI, antes de la popularización de la palabra ‘crepúsculo’). Es un momento especial del día, qué duda cabe, y quizás no todos son conscientes de ello. Pero los que sí se emocionan con los crepúsculos, con los ocasos, lo entienden: es un tiempo de mirar más allá de lo evidente, de cavilación, de detención expectante en la vida diaria. Allí se abre el espectáculo mismo del pasar el tiempo y sus ciclos profundos: día y noche, ir y venir, vivir y morir, nacer y renacer.

Es el lubricán de los antiguos: por esa falta de luz o esa poca luz, no se distinguen los perros de los lobos, o no se distinguen los logros de los fracasos de la vida. El lubricán invade, sin embargo, a los que tienen el alma abierta; para los que, en el clamor sombrío de las ciudades, tienen tiempo para pensarse hacia adentro.

Me tocó ese día que, al manejar durante horas, entre las luces artificiales de la contaminación humana y las luces puras de la tersura celestial, la radio me regalaba una canción inolvidable, aunque quizá igualmente olvidada. Herb Alpert cantaba y tocaba su sutil trompeta, el tema de los maestros Burt Bacharach y Hal David de 1968, This Guy’s In Love With You. Acompañándome desde la infancia, este gran número uno del recientemente fallecido Burt Bacharach estuvo ahí, sonando en las radios de vez en cuando, durante décadas. Ahora lo tenía yo al interior del carro, sonando desde un mundo distinto al de los trancones, y decidí reproducirlo una y otra vez (este “reconsumo volitivo”, volitional recomsuption del que hablé en otra parte), para hacer más llevadero este tiempo ófrico.  

Los crepúsculos, ocasos, atardeceres, son momentos trascendentales de los arquetipos humanos. Jung decía que son el Albedo, la tercera fase alquímica, la individuación o emblanquecimiento: es un movimiento que va “Desde el deseo frustrado de un objeto externo a la transformación de ese deseo en una imagen interna que contiene un significado y un propósito, y capacidades regenerativas para la propia vida”: es la solutio, el disolver, que “representa una muerte y una transformación”.  Se abren y desintegran los límites del yo, “que es también una experiencia de entrega”. Es el momento de preguntarse, dice Jung, en el “para qué”. Pero para eso hay que haber recorrido un camino ya (“estar por lo menos a la mitad de la vida”), porque la individuación “nos da un panorama de cuál es el sentido de nuestra vida”, el preguntarse por el sentido de nuestra existencia. Por eso el albedo “es, en cierto modo, el crepúsculo. Es el momento de la elucidación”. Quizá por eso la prosaica escena de manejar al atardecer, de vuelta a casa, puede convertirse en una experiencia mística: el momento de disolverse como muriendo para transformarse.

Al sonar This Guy’s In Love With You, inmensos rincones de mi vida se hicieron presentes. Hay en las melancólicas melodías de Bacharach una magia inmarcesible que golpea al fondo del corazón: un sabor de jazz ligero de los 60, reconocible también en la gran e inspiradora Raindrops Keep Falling On My Head, igualmente feliz y triste, lánguida y dulce. La voz de Alpert y su sensible trompeta (la que me guió en la infancia, por mi amor al sonido Tijuana Brass), ayudan a abrir las puertas del ocaso, y quizá los productores de la canción se dieron cuenta de eso ya que, en el film promocional de This Guy’s…, se puede ver a Alpert caminando por la playa con su chica, hacia el oeste, al atardecer: así termina la canción, o quizás así comienza la canción: en el umbral del sentido que posee esta hora del día, como el comienzo de algo, el inicio de un amor (“Don't let my heart keep breaking 'cause / I need your love, I want your love”).

El Archive For Research In Archetypal Symbolism recuenta y analiza, con profundidad sabia, los símbolos y arquetipos asociados al crepúsculo y el ocaso. Sólo cito este pasaje: “El crepúsculo es el intervalo entre el día y la noche, un oscurecimiento que aún conserva en su seno el último brillo residual del sol, ahora embarcado en su mítico viaje por el mar de la noche. Es esta suave y paulatina disolución de la luz diurna simultánea con la aparición de la luna y de las estrellas vespertina la que evoca esa mezcla de elementos: lo erótico, lo seductor, la melancolía, lo reposado, las posibilidades mágicas o siniestras de la noche, la soledad, el cese y el regreso”. Por eso la consciencia puede dejarse llevar por el “remolque psíquico del inconsciente”, y ver el encanto y las manifestaciones de las cosas extraordinarias. Se acaba el día con la pérdida del Sol, pero este “nos inicia en las alargadas sombras, a las posibilidades de un orden diferente”. Las sombras llegan con la noche, sí, pero la caída al inframundo y el viaje al centro de uno mismo propicia, lo predecimos, un mundo nuevo, una vida-luz nueva.  Lo sabían Burt, Hal y Herb: su música resuena en los crepúsculos.

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