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En los años 60, en la inolvidable revista La Codorniz de España, se publicaba una serie de dibujos humorísticos conocidos como “La oficina siniestra”, del dibujante Pablo San José, Pablo. También para aquel entonces y en 1970, otro San José, el cantautor asturiano Víctor Manuel, grababa su canción La oficina, canción que le habla, como un amigo que lo ve con una mezcla de lástima y ternura, a un oficinista, y le va enfrentando a cómo ha gastado su vida en ese trabajo desdichado, encerrado en una oficina: “¡Cuantas horas de vuestra vida, en la oficina…! ¡Cuántos sueños hay archivados, en la oficina…!”. Sí, así pasa el tiempo en las oficinas: primavera, otoño, invierno, cuándo llegará el verano. Y Víctor Manuel le recuerda al oficinista: “¡Cuánto habéis envejecido en la oficina!”… o simplemente, tristemente, le recuerda que, al acabar el día de trabajo, el (o la) oficinista le dirá “hasta mañana” a la oficina, para volver al día siguiente, y así una y otra vez, envejeciendo, envejeciendo “entre esas cuatro paredes”.  También en aquel 1970 el cantautor chileno Payo Grondona cantaba: “Y ocho horas muriendo, y ocho horas mintiendo, los sueños de van”. Triste tópico de la vida moderna: las oficinas castradoras de los sueños humanos. 

Pablo era, además de un gran dibujante de humor, un oficinista, combinación extraña entre un arte tan moderno, tan liberador y creativo como el dibujo de humor que tantos genios nos brindó el siglo XX (Quino, Pastecca, Palomo, Steinberg, Topor, Oski, Sempé, Pepo, Rius, Forges, Mingote, Chumy Chúmez, Ibáñez, El Perich, Copi…interminable lista de mis ídolos de la infancia), con el de administrativo, así que conocía desde dentro el opresivo mundo de las oficinas, por lo que las comparaba con oscuras cárceles,  mazmorras lóbregas, con salas de tortura incluidas, llenas de abusos de parte de los jefes, sobre pobres empleados sometidos, y claro, con los infaltables “pelotas” o chupamedias, o serviles correveidiles que tanto abundan en las oficinas bolivianas, por ejemplo.  Por todo eso Pablo denominaba a ese mundo de “burocracia tenebrosa”. Con toda razón: nada hay más parecido a los mundos ófricos de las sociedades antiguas que las oficinas: galeras, cautiverios, ergástulas, presidios, barracas, en fin: espacios de esclavitud. 

Andrés Hatum, en su reciente libro sobre cómo el trabajo “nos arruinó y fragmentó la vida”, recuerda que muchos trabajos nos arruinan “por lo inhumano de ciertos trabajos”, y nos la fragmentan, “porque en vez de estar integrados en nuestra vida los trabajos se metieron como una cuña para complicárnosla”. A través del tiempo, el mundo laboral está lleno de “jefes apestosos, trabajos basura, oficinas horribles, farsas organizacionales y maltratos varios”. Las oficinas, así, son de los peores espacios para trabajar: “trajeron frustraciones varias e infinitas horas de trabajo en detrimento de la vida personal”.  Sin embargo, sostiene Hatum, la pandemia fue un parteaguas, que nos abrió “una puerta de esperanza”: sí, porque muchos se cansaron de depender de “la vida corporativa”, no en el sentido que la palabra “corporación” sigue teniendo en Bolivia, como escribí en otra parte –aquí, para los bolivianos, las corporaciones no son más que los gremios, fraternidades, comparsas o sindicatos a los que una gran mayoría pertenece, porque seguimos siendo una sociedad corporativa al estilo de las sociedades premodernas—, sino como la sumisión casi absoluta a lo que en Bolivia llamamos “instituciones” públicas o privadas, grandes empresas o entidades del Estado a las que debemos nuestro salario, y por dicho motivo muchos, muchos jamás se atreven a contradecir o no obedecer, por eso de que “debes agradecer porque tienes trabajo”. Sí, y Hatum habla de la aparición de una nueva lógica sobre el trabajo, que es “el culto al emprendedor”, como camino para zafar del trabajo asalariado. Bueno, pero emprender es un universo plagado de fracasos, y al final este azaroso camino tampoco es el que preferimos justamente por esas incertidumbres.

En fin, durante la pandemia, dice Hatum, “nos encerramos y también reflexionamos sobre nuestras vidas”, por culpa de un virus que nos obligó a replantearnos quiénes somos, y a dónde queremos ir con nuestras vidas. Así, pensamos en qué forma queremos vivir, si queremos “dar la vida por el trabajo”, y si podemos dejar de vivir fragmentados, uniendo nuestra vida personal con la laboral de manera “más balanceada”.

Y sí, concuerdo con él, estamos viviendo una época de postpandemia que trae cambios profundos en la sociedad y en nosotros. Estamos en un punto de recuperar ese equilibrio, entre la realización personal y el trabajo, lo que implica, claro está, ya no vivir para trabajar, pero tampoco trabajar para vivir, sino algo aún por verse, donde “nuestras necesidades personales y profesionales” no se vean como “dicotómicas”. Empresas o instituciones que entiendan esto –como ya pasa en muchas vinculadas al conocimiento digital de punta—, lograrán beneficiarse más con el “talento y seguramente, el compromiso de sus empleados”. Se abre una puerta de esperanza, sí, para dejar esas vidas arruinadas y fragmentadas y para “alcanzar lo que todos buscamos: ser más felices”.

Por eso celebro esta posibilidad de los tiempos, y aquellas personas que, en busca de esta plenitud existencial, deciden terminar con sus trabajos opresivos y humillantes, y deciden, como en la canción de Eduardo Cabra y René Pérez, irse a “dale la vuelta al mundo”: “La renta, el sueldo / el trabajo en la oficina / Lo cambié por las estrellas / y por huertos de harina / me escapé de la rutina / para pilotear mi viaje. / Porque el cubo en el que vivía / se convirtió en paisaje.  // Yo era un objeto / esperando a ser ceniza. / Un día decidí / hacerle caso a la brisa / a irme resbalando detrás de tu camisa / no me convenció nadie / me convenció tu sonrisa”.

Elizabeth Gilbert, en su libro Eat Pray Love, cuenta una máxima del budismo zen. Un roble es creado por dos fuerzas simultáneas, cuenta. La primera fuerza es la semilla donde está “la promesa y el potencial” de que, cuando pase el tiempo, se convierta en un árbol grande y fuerte. Pero la segunda, recuerda Gilbert, es una fuerza tanto o más importante que la primera. Es la fuerza del “árbol futuro”, “cuya ansia de existir es tan enorme que hace eclosionar y brotar la bellota, llenándola de vigor, guiando la evolución desde la nada hasta la madurez. Y aquí está algo genial: dice Gilbert, que esto es así, “hasta tal punto que”, según los filósofos zen, “es el propio roble quien crea la bellota de la que nace”. Como su libro es una novela autobiográfica, habla Gilbert de sí misma:

“Pienso en cómo es la mujer en que me he convertido, en cómo es mi vida y en las ganas que tenía de ser esta persona y vivir esta vida, liberada al fin de la farsa de querer ser otra distinta. Pienso en todo lo que he aguantado hasta llegar donde estoy y me pregunto si habré sido yo de verdad”. Entonces Gilbert recuerda a su yo joven, “la bellota llena de vigor”, pero que era ya el roble que le decía: “¡Sí, crece! ¡Cambia! ¡Evoluciona! ¡Ven donde estoy yo, que ya tengo plenitud y madurez! ¡Tienes que crecer para unirte a mí!”. Reunir la bellota con el roble, unir nuestros dos yos, quizá como hace la ardilla con la bellota que come y el roble en el que vive.

¡Adelante! Como las ardillas entre los robles de Hyde Park, corriendo doradas y llenas de fuerza de vivir, al sol del mediodía. Y así comer, rezar y amar.

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