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La actual coyuntura política y social boliviana se puede concebir como originada en dos fechas claves recientes: el 21 de febrero de 2016 (el 21F) y el 28 de noviembre de 2017 (el 28N). La siguiente fecha clave será, a no dudarlo, el tercer domingo de octubre de 2019, cuando se lleven adelante las elecciones generales para elegir Presidente y Vicepresidente, así como representantes a la Asamblea Legislativa Plurinacional. Veamos brevemente una sinopsis de los hechos y el significado de las dos fechas pasadas.

La primera fecha es el 21 de febrero de 2016 (llamada popularmente 21F), cuando las y los bolivianos acudieron a las urnas para votar a favor o en contra de una posible reforma del artículo 168 de la Constitución Política del Estado, y que permitiría la reelección de Presidente y Vicepresidente del Estado por dos veces continuas. Aunque los voceros del Gobierno y el mismo Evo Morales se mostraban confiados de que ganarían el referendo para así habilitar a Morales y García Linera como candidatos para una nueva reelección, aquel día ganó el “no” con un 51,3% contra el 48,7% por el “sí” del total de la votación. Esto significaba que, de forma taxativa y vinculante, ni Evo Morales ni Álvaro García Linera podrían volver a postularse como candidatos a la Presidencia o la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia en las próximas elecciones de 2019. 

El MAS, liderado por Evo Morales, no había conocido derrotas electorales a nivel nacional desde 2005. Aunque Morales declaró ante la prensa española un día antes del referendo que estaba “preparado” para perder, y que de ser así se iría “feliz y contento” a su chaco en el Chapare, y que le encantaría ser “dirigente deportivo”, sin embargo, a los pocos días del referendo, empezó a dar pruebas de todo lo contrario, y ya para diciembre de 2016 cambió de discurso, asegurando que “el pueblo” quiere que él sea presidente hasta 2025.

En efecto, los seguidores de Morales nunca aceptaron la derrota en el referendo, y para ellos, la pequeña diferencia con la que perdieron se debió a “la mentira” que la “derecha” llevó adelante, al estallar, pocos días antes del referendo, un escándalo mediático que revelaba que Evo Morales había favorecido a una expareja suya (desconocida hasta entonces), con muchos privilegios ante el Estado boliviano, que la llevó a enriquecerse de manera vertiginosa. Para los voceros del Gobierno, esto no fue más que una mentira, y decidieron llamar, desde entonces, al día del referendo como “el día de la mentira”, crispando aún más los ánimos de aquellos que consideran que un resultado electoral debe respetarse, como principio fundamental de la democracia.

Los partidarios de Morales no tardaron en declarar que buscarían los “caminos” para lograr la habilitación como candidato de Morales en 2019, y llegaron a sostener que tenían “cuatro vías constitucionales” para sortear los resultados negativos del referendo. Entonces, el 21F terminó convirtiéndose en un emblema de la defensa de la democracia para los que se oponen a la continuidad indefinida del Gobierno de Morales, y en un emblema de “la mentira” para sus admiradores incondicionales, contra el que se dispusieron a pelear. 

La segunda fecha es el 28 de noviembre de 2017, cuando la Sala Plena del Tribunal Constitucional Plurinacional resolvió, a través la Sentencia Constitucional Plurinacional 0084/2017, que debería aplicarse de manera preferente el Art.° 23 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos  por sobre la Constitución Política del Estado, y declaró la “inconstitucionalidad” de varios artículos de esta misma Constitución, a efectos de autorizar la reelección indefinida de Evo Morales y A. García Linera, aduciendo que la reelección indefinida es un “derecho humano”. Dicha sentencia en ningún momento hace referencia al carácter vinculante (es decir, de cumplimiento obligatorio) del referendo del 21F, pero sí considera vinculantes los tratados y convenios internacionales,  tanto como algunas sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, interpretadas como antecedentes y garantías del derecho a ser reelegido interminablemente.

Si el desconocimiento gubernamental de los resultados del 21F había generado malestar entre muchos bolivianos que sentían que su voto era despreciado, la sentencia 0084/2017 terminó por instalar un estado de cosas cada vez más conflictivo y beligerante en Bolivia. Del lado de los seguidores del Gobierno, la sentencia constitucional fue recibida con plácemes, y desde entonces la población boliviana se debate en una creciente espiral de animadversión que está dando lugar a una polarización de posturas políticas que, poco a poco, conducen a una mayor violencia social.

A partir de aquel 21 de febrero comenzó una etapa en la vida política boliviana que sigue en curso, y que puedo caracterizar a grandes rasgos, como sigue: 1) un desgaste de la popularidad del gobierno de Evo Morales, que para enero de 2019 cumplió 13 años ininterrumpidos en el poder; 2) una estrategia política de Morales y sus seguidores para desconocer, con cualquier tipo de justificación (legal o no legal, según se interprete el orden jurídico) los resultados del 21F, insistiendo en la repostulación de Morales y de García Linera como candidatos habilitados para las elecciones del 2019; 3) la aparición y crecimiento de organizaciones civiles, sin pertenencia a los partidos políticos, conocidas como “plataformas ciudadanas”, que tomaron como bandera de lucha el “respeto a los resultados del 21F”; 4) una difícil situación para los partidos políticos de oposición, rebasados por las organizaciones ciudadanas más o menos espontáneas y 5) un progresivo e imparable proceso de aumento de las tensiones sociales y, aún más, de la intolerancia política y la violencia, entre aquellos que apoyan a Morales y aquellos que están en contra de su nueva reelección. Así, se trata de una coyuntura de una creciente hostilidad política entre unos y otros.

A lo largo de 2018 y de 2019, los bolivianos experimentan un creciente aumento de la tensión social entre los partidarios de Evo Morales y su reelección indefinida, y los que defienden el resultado del 21F, lo que implicaría la no repostulación de Morales ni García Linera en 2019. Esta progresiva conflictividad, además, está poniendo al descubierto ciertas fisuras de la democracia boliviana –correspondiente a la llamada tercera ola de la democratización—, dado que desde octubre de 1982, fecha que se recuerda como el momento del “retorno de la democracia” con la posesión como presidente constitucional de la república de Hernán Siles Suazo, nunca se habían desconocido los resultados electorales, por muy ajustados que estos fueran.

De hecho, el simple reconocimiento por parte de un gobierno de los resultados finales de una elección o un referendo es un indicador de la calidad de la democracia de un país, entendiendo esta noción como “el proceso de participación e influencia política de la ciudadanía”, como sostienen Levine y Molina, lo que implica la existencia (garantizada) de procesos mediante los cuales la población pueda seleccionar y controlar a sus gobernantes, y no tanto de la eficacia del gobierno en la solución de los problemas de ese país, el buen gobierno que también es importante. 

Entonces, desde el momento en que el Gobierno decidió desconocer el resultado del referendo del 21F, aduciendo que aquellos que votaron por el “no” lo hicieron porque creyeron en “una mentira”, o que Morales y García Linera tienen “el derecho humano” a la reelección indefinida, entre otras actitudes gubernamentales un tanto abusivas, la calidad de la democracia se ve seriamente dañada.

Considero así que es posible pensar que este daño a la calidad de la participación ciudadana y el respeto a sus decisiones expresadas a través del voto pueden implicar un proceso de descivilización (en el sentido eliasiano del concepto), siempre y cuando entendamos que este proceso no se signa únicamente, ni necesariamente, en el aumento de la represión violenta sobre la población, los encarcelamientos, la tortura, la desaparición o el genocidio, ya que en estos tiempos también  puede causar un efecto descivilizador el no respeto a las reglas del juego democrático en sí mismo, y una paulatina intolerancia contra todos aquellos que no piensan igual que el partido en gobierno. 

Desde la ciencia política, Levine y Molina –si bien no se refieren específicamente al caso del no acatamiento de los resultados de referendos— sostienen que el vínculo entre derechos y calidad de la democracia es de importancia crítica: “[l]a vigencia y el ejercicio libre de los derechos relevantes dentro del marco legal son centrales para la calidad de la democracia”, señalan. Los derechos más críticos, así, son aquellos que “hacen posible o facilitan el acceso a los procesos políticos y sus instituciones”, como los derechos vinculados a las decisiones electorales, entre otros de igual importancia. Si existen cinco dimensiones que sirven para medir la calidad de la democracia, es la “responsividad” (del inglés responsiveness) o “respuesta a la voluntad popular”, la que está siendo puesta en cuestión. Levine y Molina definen esta responsividad como “el grado en que los gobernantes, los políticos y los líderes actúan de acuerdo con las preferencias de los ciudadanos”, y sería justamente esta dimensión la que diferencia a los líderes democráticos de aquellos “que actúan como caciques, caudillos o gamonales”.

Siguiendo a Powell, quien definió responsiveness como el resultado de un proceso democrático que induce a un gobierno a aplicar políticas que los ciudadanos desean, Levine y Molina sostienen que un gobierno debería aplicar políticas decididas por la mayoría; aunque esto no necesariamente produzca resultados satisfactorios (se entiende que para esta misma mayoría, y no para el gobierno). Aún más, puedo señalar que con el no acatamiento de los resultados del 21F y con la Sentencia 0084/2017 del 28N, se contraviene, entre otros, el tercer artículo de la Carta Democrática Interamericana aprobada en San José el 11/IX/2001, Carta de la que Bolivia es un Estado plenamente signatario. 

En fin: en la coyuntura boliviana iniciada el 21F (pero también antes) lo que tenemos es un Gobierno con un tipo especial de responsividad, en la medida en que privilegia aquellas políticas que favorecen a ciertos sectores corporativos de la sociedad (los que son, justamente, su base de apoyo), pero que no está dispuesto a “escuchar la voluntad popular” que ha negado, mediante su voto, la posibilidad de la reelección continuada de las principales autoridades del Estado.

Evo Morales gobierna como si no hubiera habido nunca un referendo y unos resultados contrarios a su reelección, en cumplimiento de los cuales su gestión de gobierno concluiría en enero de 2020, cuando deba entregar el mando a un nuevo presidente elegido en urnas, sea este del partido político que sea. La justificación de este no acatamiento de los resultados del 21F es simple: para él, como para sus numerosos seguidores, en el 21F triunfó “la mentira” y, por lo tanto, asume que no tiene ninguna obligación de hacer cumplir los resultados del referendo. 

Por otra parte, desde las fiestas patrias de agosto de 2012, Morales empezó a declarar públicamente que su gobierno planea llevar adelante una “agenda del bicentenario”, en relación a la celebración de los 200 años de la fundación de Bolivia a cumplirse en 2025, y que luego sería nombrada “la agenda patriótica 2025”, convertida en un documento y un plan oficial. Desde entonces, el Gobierno y los partidarios del MAS no dudan en ningún momento de que para ese año, Morales seguiría de presidente; por eso, el referendo del 21F era considerado con triunfalismo  como una ratificación del apoyo que las mayorías expresarían hacia Morales, y el Gobierno casi no dudaba de que ganaría el “sí” a la reelección indefinida. Pero al ganar el “no”, las cosas no salieron como esperaban, y ante la decisión política de que Evo es el único candidato posible del MAS, y de que el MAS es el único partido “con un proyecto político” y, por lo tanto, el único proyecto posible para gobernar Bolivia en las próximas décadas –o siglos—, entonces, por fuerza, el resultado del 21F no puede ser tomado en cuenta.

Por lo tanto, aquellos que se opongan a este designio de la providencia, solo pueden ser “vendepatrias”, enemigos del pueblo, lacayos del imperio, operadores de la derecha y una larga lista de calificativos de desprecio, cada vez más cargados de odio. El 21F así, solo podría ser considerado como una mentira, en oposición a la “verdad” que encarna Evo, su gobierno y sus políticas de Estado.

Por otra parte, y desde el momento mismo en que Morales perdió el referendo del 21F, se volvió común que tanto él como los principales representantes de su gobierno y de las corporaciones que los apoyan, insistan en que ellos están dispuestos a luchar sea como fuere: “Solo quiero decirles que las oligarquías latinoamericanas respeten nuestra revolución democrática y pacífica, si no respetan la revolución con justicia social, si no respetan, quiero que sepan que hay también otras formas de luchas, hay otras formas de liberación, vamos a ver quién pierde, si la oligarquía o los pueblos” (Evo Morales, discurso a los tres años de la muerte de Hugo Chávez, Caracas, 5/III/2016).

La retórica guerrerista si bien ya estaba presente desde los primeros años de su administración, experimenta una profundización después del 21F. Términos como "guerra", "lucha", "batalla", pero también "derrota", "victoria", "muerte", o "soldados del proceso de cambio" o "guerreros digitales" son de uso común en las declaraciones encendidas de los partidarios de Morales, con lo que se crea un estado permanente de exaltación pública.

El Vicepresidente suele ser uno de los que utiliza una retórica más agresiva, incitando a derrotar, a pelear, a dar la vida, a dinamitar, a patear a los “gringos” o “q’arisos” que él considera que son de la derecha, además de racistas. Si bien del lado de la oposición a Evo Morales abundan también insultos, estos ocurren más bien en las redes sociales, mientras que los personeros de gobierno tienen a su disposición los medios estatales de prensa escrita, televisión y radio.

En todo caso, este tipo de declaraciones, que son cotidianas y están ampliamente difundidas por la prensa, caldean aún más los ánimos de uno y de otro lado, y el Gobierno no intenta crear un ambiente de mayor pacificación en la sociedad boliviana.  Así estamos en esta coyuntura: la creciente belicosidad, especialmente del lado de los seguidores del actual Gobierno boliviano, no augura tiempos mejores o una “mejor Bolivia”.

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