Historia archivos — Guardiana Ayudar a empoderar a una ciudadana, incluyendo su búsqueda de justicia en los casos de violencia. Thu, 06 Oct 2022 03:36:54 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.5.3 https://dev.guardiana.com.bo/wp-content/uploads/2019/03/cropped-g-morado-08-32x32.png Historia archivos — Guardiana 32 32 ¿Por qué la obsesión de los cochabambinos por las fiestas? https://dev.guardiana.com.bo/innova/fiesta-ritualidad-y-poder-en-cochabamba/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=fiesta-ritualidad-y-poder-en-cochabamba https://dev.guardiana.com.bo/innova/fiesta-ritualidad-y-poder-en-cochabamba/#respond Tue, 16 Feb 2021 11:18:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=10918 La gente que vive en la ciudad de Cochabamba no concibe el uso de su tiempo libre si no es en relación a las fiestas populares. ¿Por qué esta obsesión por las fiestas? Mauricio Sánchez Patzy y Alber Quispe Escobar responden a esta pregunta y, para ello, miran hasta el periodo colonial.

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Por Mauricio Sánchez Patzy y Alber Quispe Escobar (el título lo puso Guardiana), foto de La Voz de Bolivia

Martes 16 de febrero de 2021.- Cochabamba es una ciudad fiestera, festiva, festejada. Cientos de fiestas públicas se desarrollan a lo largo de todo el año: algunas grandes, con la asistencia de decenas de miles de personas, otras pequeñas, con algunos cientos.

Pero la gente que vive en la ciudad no concibe el uso de su tiempo libre si no es en relación a las fiestas populares. ¿Por qué esta obsesión en las fiestas? Las respuestas son varias, y en este ensayo, desarrollamos algunos de sus principales elementos de juicio.

A partir de una revisión historiográfica, en la primera parte del texto se ensaya un enfoque de la fiesta como espacio de lucha simbólica por el control del espacio urbano entre las autoridades civiles y los grupos subalternos. Se asume que cada uno de los festejos, por más pequeños y circunstanciales que fueran, expresaban las propias contradicciones que se reproducían en el plano social, y a menudo legitimaban las estructuras de subordinación y dominación. Esto fue posible debido al profundo carácter ritual subyacente en cada una de estas fiestas, las que se desarrollaban en medio de mecanismos simbólicos dirigidos a una teatralización del poder o a su espectacularización. Así, el mundo urbano con su centro simbólico situado en la plaza central, se constituyó en el escenario privilegiado de las representaciones y manifestaciones festivas, que ponían en juego a las jerarquías, los poderes y las diferencias de la estructura social.

II

A lo largo y ancho de la América colonial las fiestas, cualesquiera fueran sus
características, se constituyeron en espacios fundamentales de la vida social. Desde el periodo colonial temprano y a partir de una compleja sobreposición de tradiciones hispánicas e indígenas se construyó una diversidad festiva compleja que continuamente reflejó las contradicciones, jerarquías y luchas simbólicas de la propia sociedad. En este sentido, fue la estructura de la propia cotidianidad colonial la que se ponía en escena en la fiesta a través del componente ritual y simbólico sobrecargado de este tipo de manifestaciones.

Los centros urbanos fueron los escenarios donde se pusieron en foco múltiples celebraciones que competían a los distintos niveles de la estratificación social y étnica colonial. Testimonio de esta compleja y extensa red festiva nos lo ofrece, para el caso del espacio charqueño más importante del periodo colonial temprano, Bartolomé Arzans (1965) en su conocida Historia de la Villa Imperial de Potosí.

En su obra, Arzans da cuenta de nutridos festejos de recibimientos de autoridades, posicionamientos de reyes, carnavales, procesiones callejeras y otros que remataban en la gran fiesta del Corpus Christi. En ciudades como Potosí y La Plata casi todas estas festividades se desarrollaban en un sobrecargado escenario ritual repleto de elementos emblemáticos (símbolos
reales, por lo general), dispuestos para la legitimación del Rey (Bridikhina 2007).

El espacio festivo de Cochabamba fue parte de este entramado más amplio; aunque tuvo sus propias particularidades vinculadas, en cierta forma, a su tradición agraria. Desde los primeros años de la formación urbana local, las fiestas (principalmente religiosas) fueron un componente esencial de la vida pública. La primera fundación de Cochabamba el 15 de agosto de 1571, de hecho, coincide con la celebración consagrada a la Virgen de la Asunción. Es probable, pues, que dicha advocación fungiera como patrona titular de la Villa a lo largo del periodo colonial. Cuando el gobernador intendente Francisco de Viedma llegó a la “Villa de Oropesa” a fines del
siglo XVIII, todavía pudo observar una celebración ostentosa y de lucimiento única “en todo el reino del Perú” (Viedma 1969: 48).

Francisco de Biedma y Narváez o bien Francisco de Viedma (Jaén, España, 11 de junio de 1737 – Cochabamba, 28 de junio de 1809), marino español, explorador de la costa patagónica argentina y fundador de poblaciones en 1779.

Este tipo de festejos, organizados por las autoridades del Cabildo, recordaban y reforzaban el pacto de lealtad al rey y a las autoridades locales a través del despliegue de elementos emblemáticos y ceremoniales en los cuales participaban todos los grupos étnicos coloniales. Esta forma de ceremonial religioso-político de legitimación del poder real y las estructuras jerárquicas de autoridad se mostraba con claridad en la fiesta del Corpus Christi en la que todo el cuerpo social se (auto)representaba en la plaza central con diferentes trajes, máscaras y adornos (Quispe 2009a).

Una terrible peste (de fecha incierta) obligó a adoptar por patrono de la Villa a San Sebastián, el santo propicio para combatir enfermedades, pestes y otras calamidades que, según se creía firmemente, eran enviadas por la divinidad ante la decadencia moral y religiosa de la sociedad. El culto al santo patrón se tradujo en pomposos y costosos festejos coronados por “corridas de toros” realizadas al pie del cerro nominado San Sebastián en homenaje al santo protector de la ciudad.

Al menos desde comienzos del siglo XVII (Soruco 1900: 48), este culto festivo fue uno de los más importantes de la Villa. En las postrimerías de la Colonia Viedma observó “una función muy lucida” con numeroso concurso de gente (Viedma 1969: 48).

A fines del siglo XVIII, los Borbones impulsaron un proceso de control social
y reglamentación de las prácticas festivas-ceremoniales, y aún de la vida cotidiana, a partir de una política reformista (Bridikhina 2000), sustentada en gran medida en los ideales de la Ilustración. En la Villa de Oropesa esta empresa fue emprendida por Francisco de Viedma, a la par de sus proyectos reformistas en materia económica y administrativa. A la cabeza del Cabildo esta autoridad española estimuló medidas reguladoras, y en algunos casos prohibitivas, en pos del orden, la “paz pública” y la salud, que en realidad, fueron los referentes de un nuevo orden social y moral que pretendía ser instalado en una sociedad con arraigados valores tradicionales.

No es difícil imaginar el mundo festivo en el periodo en el que Viedma se hizo cargo de la antigua provincia de Santa Cruz de la Sierra, cuya capital administrativa fue la Villa de Oropesa, ascendida a rango de ciudad en 1786. Aunque existían representaciones festivas diversas (carnavales, cambios de autoridades, muerte y coronación de reyes, fiestas patronales…) que competían a los distintos estratos étnicos, en realidad fueron las fiestas religiosas alentadas por los sectores indios, cholos y mestizos las más abundantes en el espacio urbano, y las que más desafiaban el proyecto ilustrado de Viedma. Al ser la expresión conflictiva y parcialmente sincrética del sistema de creencias indígenas y ciertos códigos rituales y simbólicos andinos, Viedma vio con recelo y horror estas manifestaciones. Así, como ha planteado Gruzinski (1985) para el caso mexicano, lo que parecía disgustar a las autoridades civiles de ese periodo fue precisamente esa configuración indígena colonial (esto es, la mezcla de ambas tradiciones), y no tanto la herencia indígena.

Siendo de parecer ilustrado, el gobernador intendente atacó principalmente los “excesos” de los indígenas en las fiestas religiosas y, además, los “abusos” del clero en el sistema de fiestas. Desde su alto cargo administrativo, Viedma se propuso erradicar, por un lado, el tradicional sistema de alferazgos que era la base de las festividades religiosas indígenas y, por otro, el consumo de chicha, en cuya elaboración estimó que se consumían alrededor de 200.000 fanegadas anualmente. Argumentó que las fiestas religiosas celebradas por los indígenas no causaban otra cosa que borracheras que sustentaban la “haraganería” de cholos y mestizos e impedían el impulso de la economía regional (Quispe 2011).

Entre muchos otros oficios similares, Viedma inició con apremio las gestiones para suprimir los ritos mortuorios ejecutados por cholos e indios de la Villa en ocasión de la fiesta de San Andrés a fines del mes de noviembre. La vigencia de estos ceremoniales de desenterramiento de huesos y cadáveres (y sus posteriores ritos de culto al son de música y bailes), conjugados con esquemas cristianos de religiosidad, en realidad era
una forma emblemática del predominio de manifestaciones culturales plebeyas que en el conjunto del espacio urbano tenían amplia cabida hasta el periodo en el que Viedma se hizo cargo del gobierno (Quispe 2008). Es lo que hemos llamado, en otra investigación, la naciente “cultura chola” de Cochabamba, expresada en este caso en las fiestas, que ya no pueden ser definidas ni como indígenas ni hispánicas a secas, sino como
manifestación de una cultura aparte.

Con todo, las políticas reformistas de Francisco de Viedma atacaron duramente las estructuras festivas de las representaciones indígenas y mestizas de la ciudad. Buscó con esto la reestructuración de la sociedad cochabambina, concentrándose en el control de los comportamientos colectivos.

El empeño con el que Viedma enfrentó esta empresa revela que el mundo festivo, y en términos más generales el mundo de las creencias, se presentaban como esencialmente desestabilizadores del orden urbano, del ceremonial católico y, finalmente, de la propia estructura colonial. Aunque el ciclo rebelde indígena del Taqi Onqoy se encontraba lejano en el tiempo y en el espacio, autoridades ilustradas como Viedma estaban totalmente conscientes de la importancia subversiva que podían tener las fiestas. De ahí que Viedma se apresurara a (re)establecer una estructura simbólica de autoridad a través del sistema de fiestas locales.


III


La instauración del régimen republicano no alteró en lo inmediato el sistema festivo en el espacio urbano de Cochabamba. Aunque los vínculos entre ceremonial religioso y poder real subyacente en gran parte de las fiestas fueron debilitados y eliminados por las nuevas autoridades políticas, los emblemas del poder ahora se articularon a la exaltación cívica de la región y la nación a la par del emergente culto a héroes y el festejo de nuevas fechas fundacionales. El naciente orden hizo, entonces, forzosa
la invención de tradiciones que sustenten la estructura política. Sin embargo, a pesar de pequeñas innovaciones, durante la primera mitad del siglo XIX las elites locales todavía vivían del culto al pasado y las prácticas festivas tradicionales no les causaron mayores preocupaciones.

Sólo de forma intermitente, las elites locales dictaron medidas que afectaron las tradiciones indígenas y mestizas urbanas sobrepuestas a celebraciones religiosas. Así por ejemplo, en la afamada fiesta de Corpus Christi de la década de 1830, la presencia indígena ya había sido desplazada. Cuando el naturalista francés Alcide d’Orbigny visitó la ciudad en 1832 notó que, a diferencia de lo que sucedía en La Paz, no habían
danzantes indios en la procesión la cual, a su juicio, fue más solemne y concurrida (d’Orbigny 2002: 1519).

Años más tarde, medidas similares fueron asumidas por las autoridades municipales, aunque éstas no dejaron de ser ambiguas. Hacia 1863, por ejemplo, se prohibió las danzas, máscaras y bailes en la fiesta del “santísimo”, mientras que fueron permitidas tales manifestaciones en otras fiestas religiosas bajo la condición del pago de patentes (Montenegro y Soruco 1895: 29-30).

Aún en este emergente contexto prohibitivo el desborde festivo de los sectores subalternos era cosa común en la vida cotidiana cochabambina. Así lo dejó establecido el médico inglés Juan H. Scrivener cuando visitó Cochabamba, y vio con asombro que las fiestas religiosas eran animadas por el enorme consumo de chicha. Los indios, en su visión, eran los más afectos a las fiestas patronales que se celebraban “con todo el bullicio y algazara de un carnaval” (Scrivener 1864: 324).

Desde las últimas décadas del siglo XIX, las elites locales de Cochabamba empezaron a reevaluar su pasado, y se aferraron al discurso de modernidad para reestructurar la ciudad. Estas ideas modernizantes se tradujeron en la búsqueda del establecimiento de un espacio moderno, teniendo como núcleo a la Plaza de Armas, la que se constituyó en el centro simbólico del poder.

Así, en un radio de pocas cuadras, las elites empezaron a expulsar a todos los establecimientos populares, vistos entonces como ajenos al progreso y la modernidad, como era el caso específico de las chicherías. Bajo estos argumentos, también emprendieron un duro embate contra los rasgos tradicionales de las fiestas populares, de modo que bailes, música, ritualidad, etc., empezaron a ser censurados en las fiestas religiosas como la de la Virgen de Guadalupe o la de San Antonio en las cuales tenían
amplia cabida (Rodríguez 1995: 39-40).

No obstante, a decir verdad, al interior de las elites locales a menudo no hubo consenso para desterrar de la vida urbana ciertas prácticas festivas que, hasta cierto punto, se consideraban parte de la historia local. Esta divergencia no tuvo tanto que ver con sus opciones políticas, cuanto con su amor al terruño y a las tradiciones.

Quizá la discusión más emblemática en este orden se articuló en relación a la suerte de la tradicional fiesta de San Sebastián y a las corrida de toros que eran el espectáculo central de dicha festividad. Para unos, tales diversiones debían ser prohibidas por estar en contra de las “reglas modernas”; para otros, en cambio, debían ser preservadas por ser la expresión de las costumbres cochabambinas. Entre los defensores de las fiestas, se encontraba Damián Z. Rejas, quien, unas veces desde su posición de munícipe y otras de presidente del Concejo Municipal, alentó este tipo de festejos (Rejas 1953).

Las fiestas populares, entonces, ya implicaban dos maneras de entender el desarrollo urbano: una, buscando la modernización o la modernidad bajo la conducción de las elites terratenientes y letradas, otra, digamos que pragmática y “populista”, confirmando en la Fiesta de San Sebastián en la plaza del mismo nombre, costumbres del bajo pueblo, las señas de identidad local, como una suerte de tradición contra la que no se podía combatir.

La colina de San Sebastián lucía así antiguamente. Al fondo se puede ver la plaza que lleva el mismo nombre, donde las elites terratenientes y letradas veían señales de lo popular que no era para ellas sinónimo de modernidad (foto del archivo de Los Tiempos).

Símbolo de la tradición hispánica, las corridas de toros eran ya eran una fiesta chola a principios del siglo XX. Los detractores de la fiesta taurina ganaron parcialmente en 1911, cuando impusieron la prohibición de los espectáculos taurinos hasta 1918, fecha en la que los munícipes conservadores decidieron restituirla, a pedido de un grupo de artesanos. Su restauración, no obstante, no duró mucho tiempo, pues en 1924 fueron suprimidas definitivamente. Para entonces, las elites locales lograron articular una posición más o menos uniforme respecto a este tipo de “costumbres bárbaras” pertenecientes al pasado y contrarias a la modernidad, la que defendían y pretendían instaurar en Cochabamba.

La eliminación de los festejos taurinos puede ser considerada, hasta cierto punto, como el triunfo de los ideales modernizantes de las elites sobre las prácticas populares que empezaron a cuestionar desde fines del siglo XIX, pero fundamentalmente desde las primeras décadas del XX. Este triunfo, sin embargo, siempre sería parcial, puesto que a las corridas de toros les seguirían otras fiestas populares que ganarían, con las décadas, enorme predicamento social.

En los festejos de carnaval, las elites también pudieron imponer su visión modernizante, con manifestaciones bien engalanadas y coloridas, copiadas de Europa representadas en las calles centrales de la ciudad. Se trataba de la instauración de los llamados “corsos”, una forma más o menos ordenada de encauzar a las comparsas carnavalescas por un recorrido callejero claramente delimitado. A comienzos del siglo XX, la lógica del corso carnavalesco logró desplazar las manifestaciones populares de antaño, hacía los extramuros de la ciudad, lo que implicó, además que las clases populares abandonaran las prácticas tradicionales del antiguo carnaval
cochabambino, con fuertes vínculos rurales y ritualidades basadas en los ciclos agrarios (Rodríguez 2007).

En suma, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX el mundo festivo de Cochabamba experimentó significativas transformaciones vinculadas a los ideales defendidos por las elites locales. Esto implicó, a la vez, el disciplinamiento de los festejos populares o, en muchos casos, su supresión. Así se dio una demarcación simbólica de la “ciudad moderna” a partir de la expulsión de prácticas festivas que no podían ser el sostén del nuevo proyecto de los grupos de poder.

IV

La embestida modernizante de las elites, no siempre concluyó en el control total o la supresión definitiva de los festejos populares vigentes en el ámbito urbano. A pesar de que progresivamente se establecieron ordenanzas y otras medidas para reglamentar las fiestas, expulsar o prohibir ciertos bailes, so pena de multas, los sectores subalternos se dieron modos para burlar las disposiciones legales y, a veces, ejecutaron manifestaciones festivas de forma clandestina.

Es cierto que en algunos casos las elites locales no se preocuparon con insistencia en los “excesos” plebeyos y optaron, en cambio, en alejarse de los festejos que antes compartían con “el pueblo”. Esto ocurrió con la tradicional fiesta de San Andrés celebrada en la campiña de Cala Cala, donde la aristocracia local organizaba un baile en la plazuela de “El Regocijo”, además de carreras a caballo, juegos de aros y otros, mientras
que los artesanos se divertían en medio de comida y bebida al son de picantes coplas acompañadas de la infaltable vigüela.

Aunque ya había un espacio socialmente demarcado en la fiesta, las elites progresivamente abandonaron el escenario festivo y se recluyeron a sus casas-quinta y, posteriormente, perdieron la costumbre de honrar “al glorioso” San Andrés en la exuberante campiña. Sólo las clases populares continuaron concurriendo anualmente a los parajes verdosos para disfrutar de las coplas y wayllunkas, en cuyo ejercicio tuvieron un rol central las jóvenes cholas cochabambinas. Desde los años de 1940, la fiesta fue desplazada en forma progresiva a la zona de Taquiña donde, en la década de los setenta, adquirió un carácter folklórico con la estructura de danzas callejeras impulsadas por la fábrica de cervezas Taquiña (Quispe 2009b).

Como la ciudad que pretendían construir las elites se ciñó a un ámbito reducido tomando como centro la plaza central, las fiestas que se realizaban en espacios distantes a este centro de poder sólo circunstancialmente fueron controladas y reglamentadas. Esto sucedió con la fiesta de la cruz celebrada en los extramuros de la ciudad al menos desde el siglo XVII (Rodríguez 1995). Con la vigencia de códigos y rituales andinos sobrepuestos a esquemas cristianos, se trataba de la fiesta de la fertilidad y la regeneración de la vida humana y animal, ampliamente aceptada por mestizos e indígenas de la ciudad y sus proximidades. En las primeras décadas del siglo XX, la política de las elites consistió en mantener estas expresiones populares en los márgenes del radio urbano, prohibiendo a los danzantes el ingreso a la ciudad, si bien estas medidas no siempre fueron cumplidas por los festejantes.

La festividad de Santa Vera Cruz Tatala se celebra del 1 al 4 de mayo en la zona sur de la ciudad de Cochabamba, kilómetro 4 ½ de la avenida Petrolera. No es casual que se celebre en un espacio considerado antiguamente en los extramuros de la ciudad, al igual que otras expresiones culturales porque no eran aceptadas por las elites. Sin embargo, esto cambió con la revolución de 1952.

A diferencia de las reglamentaciones y prohibiciones de otras fiestas religiosas donde primó la autoridad secular, el control de esta celebración vino de la mano de las autoridades religiosas a la cabeza del obispo Tomás Aspe quien, como ningún otro, fue capaz de imponer su autoridad con la prohibición radical de todo ritual indígena entre los años treinta y cuarenta del siglo XX (Quispe 2010). Más tarde, a tono con la política populista del nacionalismo, la fiesta pasó a ser concebida como un “hecho folclórico”
digno de ser preservado y promovido en el ámbito de la cultura.

Un quiebre en la larga historia festiva local aconteció a mediados del siglo XX, con la consumación de la inusitada Revolución Nacional. Aunque la folclorización festiva tomaba ya cuerpo en los años posteriores a la post Guerra del Chaco (1932-1935), a partir de los años cincuenta se reevaluó el pasado boliviano y se defendió desde las esferas oficiales muchas manifestaciones populares. En contraposición a la estrategia precedente, las autoridades empezaron a concebir estas manifestaciones como dignas
de ser mantenidas y alentadas como parte de la cultura boliviana. Las fiestas populares, así, empiezan a ser piezas fundamentales en la promoción de una idea de la nación, o en la construcción explícita de la que empezaba a llamarse “la identidad nacional”.

Anulado el poder de las elites tradicionales de Cochabamba, el movimientismo de los años cincuenta, de hecho, empezó a alentar las celebraciones “del pueblo” como parte vital de la vida social. Así por ejemplo, los carnavales, la fiesta de San Isidro en Jaihuayco y muchas otras expresiones festivas, fueron estratégicamente estimuladas a través de los “comandos zonales” del Movimiento Nacionalista Revolucionario. Revivió así, por ejemplo, la desaparecida fiesta de San Sebastián aunque no se pudo reestablecer las otrora afamadas “corridas de toros”.

Con todo, la revolución nacional de 1952 modificó la prolongada batalla simbólica entre las elites locales tradicionales y los sectores populares por la “ocupación” de la ciudad. Se depositó, entonces, en las clases populares el destino de la ciudad, al menos en lo concerniente al sistema festivo. A medida que la ciudad fue creciendo se fueron construyendo múltiples fiestas de barrio que a la par de convertirse en lugares de encuentro y recreación, se convirtieron también en escenarios de legitimación de las
autoridades locales, y de las nuevas clientelas vecinales y políticas que aparecieron en el estado nacionalista.

V

Desde los años sesenta, las fiestas públicas en Bolivia se estructuran en torno a varios fenómenos. En primer lugar, la llegada de enormes grupos de inmigrantes desde las comunidades campesinas o los pequeños pueblos a las ciudades, implicaba que estos inmigrantes trajeran devociones a señores y santos patrones, advocaciones de vírgenes específicas, fiestas cívicas locales, tradiciones rituales exclusivas de sus regiones, lo que empezó a convertir a las ciudades más grandes en espacios multi-festivos, donde las
maneras de festejar empezaron a complejizarse y a mestizarse de maneras no siempre armónicas. En Cochabamba, por ejemplo, los carnavales de la popular zona Sur, en los barrios de “las Villas”, Jaihuayco, Lacma, Villa Loreto o Villa México, entre otros, se convirtieron en fiestas donde los grupos de residentes interioranos desplegaban sus músicas, cantos y danzas particulares, a veces de manera concertada y organizada con las otras agrupaciones de residentes, a veces de manera conflictiva.

En segundo lugar, y como ya lo explicamos, el continuado espíritu nacionalista de los distintos regímenes democráticos o dictatoriales del país, involucraba un compromiso más o menos explícito de los gobiernos de turno con el fomento a las fiestas populares, debido a que en estos entornos se encontraban las bases políticas y clientelares que legitimaban sus poderes políticos. Premios, presidentes convertidos en “padrinos” de las fiestas, promoción a través de instituciones estatales, investigaciones
de folkloristas, presencia de los medios de comunicación masiva, entre otras iniciativas, posibilitaban que las fiestas populares no fueran ya, consideradas como en otros tiempos, “expresiones de retraso cultural” o de desorden o amenaza social.

Lo que pasa es que el nacionalismo, en general, implicó (e implica) en Bolivia, un alto grado de populismo, y las fiestas son piezas fundamentales del contento del pueblo. Podemos decir, entonces, que las políticas nacionalistas desde mediados del siglo XX, en Bolivia, son las del “pan y circo”. Con algunas coyunturas excepcionales –es el caso del intento de prohibir los carnavales, en los primeros años del gobierno de facto de Hugo Banzer—las fiestas fueron fomentadas, y los intentos de controlarlas fueron, en muchos casos, vanos. Así, las fiestas empezaron a crecer cada vez más, y con este crecimiento, creció su impacto social y urbano. En Cochabamba, el caso más importante de este fomento nacionalista a las fiestas es, claro, la fiesta de la Virgen de Urkupiña, la que, si bien se realiza en Quillacollo, tiene como sus activos festejantes a los habitantes de la ciudad de Cochabamba y sus alrededores. Fiestas hoy extintas, como la de la Virgen de Copacabana, en la Angostura, y muchas otras, pueden considerarse parte de este fomento populista a las fiestas, valga la redundancia, “del pueblo”.

En tercer lugar, las fiestas en Bolivia empezaron a participar, cada vez más, de la naciente lógica de la fiesta como espectáculo moderno, en su versión local. Aquí el modelo festivo que se impuso, al influjo de la rica tradición festiva de Oruro y su carnaval, es el de las entradas folklóricas. Éstas sólo pueden entenderse en relación a un aspecto extraordinario de los valores festivos de los bolivianos: su carácter mestizo o cholo, ya que son una forma de actualización, de aggiornamiento de las viejas tradiciones festivas (las viejas “entradas” de las vísperas de las fiestas religiosas coloniales), en una triple matriz: indígena, española, pero fundamentalmente mestiza o chola, como el espacio de manifestación, justamente, de las adaptaciones y contradicciones culturales de las dos viejas tradiciones festivas, la originaria y la europea.

Por otra parte, las fiestas oficiales y las populares, tuvieron muchos espacios para integrarse, en un equilibrio tenso entre conciliación de opuestos e intensificación de las diferencias e intolerancias, ya que esto convenía a los regímenes nacionalistas, sin que importe su orientación partidaria, de izquierdas o de derechas. En el caso cochabambino, las fiestas más importantes en convertirse en espectáculos masivos y mediáticos, fueron el Corso de Corsos –de hecho, esta forma contemporánea del carnaval cochabambino fue impulsada, a principios de los años 70, por una radio: la Centro— y luego, la fiesta de Urkupiña. Decimos que son espectáculos, por cuanto implican la existencia de nichos diferenciados
de participantes: unos especializados y que escenifican la fiesta –los bailarines de las “fraternidades folklóricas”, sus directivas, los periodistas, las autoridades municipales y cívicas, etcétera—y los participantes “pasivos”, que, como el público en los grandes eventos deportivos y culturales del siglo XX –piénsese, por ejemplo, en los campeonatos mundiales de fútbol, los conciertos masivos de estrellas de la música o las exposiciones itinerantes de los museos—, sólo asisten a observar a los “artistas”. Lo cierto es que esta espectacularización, sin embargo, nunca es plena, ya que las barreras entre los danzantes y los espectadores, en las calles por donde pasan las fraternidades folklóricas, nunca están cerradas para la interacción entre unos y otros. Así, los “espectadores” invitan cerveza a los bailarines, mientras que éstos animan al público de las graderías a bailar con ellos, etcétera. Entonces, también estamos ante una forma mestiza o chola del espectáculo de masas, que en el caso cochabambino es especialmente intenso en el Corso de Corsos y en la entrada de la fiesta de Urkupiña, al punto que existen cuadras donde los jóvenes espectadores de clases medias pasan a ser el centro mismo de la fiesta, excedidos en el consumo de alcohol y de todas las libertades de conducta que este exceso les permite.


En cuarto lugar, las fiestas públicas bolivianas y cochabambinas de las últimas décadas, han implicado una interesante perspectiva social. Ya no se trata, como en otros tiempos, de fiestas diferenciadas, entre las del pueblo llano, o el “bajo pueblo” (indígenas, cholos, mestizos pobres) y las de las elites (familias de terratenientes, militares abogados, médicos, clérigos y otros). Desde por lo menos los años de 1960, las fiestas populares se han convertido en fiestas de las clases medias: unas más indias o cholas, otras más “blancas” u occidentalizadas, pero todas tirando hacia el centro de la estructura social. Esto ha permitido, asimismo, que los políticos empiecen a idealizar las fiestas como espacios de “integración social”, y por tanto, a fomentarlas, y a aprovecharlas para fortalecer su imagen pública.

Sin embargo, las fiestas populares, cuando se las estudia en profundidad, no son espacios idílicos. Detrás de la aparente “integración” de ricos y pobres, de indios y blancos, se esconden formas más sutiles de segregación social. Es lo que pudimos observar en nuestro estudio Nudos Sururbanos. Integración y exclusión sociocultural en la Zona Sur de Cochabamba (Mejía Coca, Sánchez Patzy y Quispe Escobar 2009). Al estudiar las fiestas de una zona popular de Cochabamba (Jaihuayco y sus barrios adyacentes), notamos que los momentos festivos son puntos de competencias simbólicas entre los gobiernos municipal, departamental y nacional con los representantes vecinales, las asociaciones de fraternidades o conjuntos folklóricos de danzas callejeras, los representantes de la iglesia católica y claro, los vecinos y los visitantes. Es decir, hay muchos grupos de interés y de poder en juego. Nuestro análisis enfatizó un enfoque donde las fiestas tienen que ver con estos juegos de poder.

Así entonces, si bien la gente participa activamente en sus fiestas, el poder
se encarga de que esta participación sea inocua, que no provoque cambios
ni procesos culturales legítimos, e inicua, porque las fiestas se montan sobre el acceso desigual al poder político, sobre las jerarquías sociales y sobre el mundo imaginario de los prejuicios colectivos” (Mejía Coca et al. 2009:151).


Habíamos observado, por ejemplo, que en la entrada de la fiesta de San Joaquín, a fines de agosto de 2007, se instalaron dos “palcos oficiales”, uno correspondiente a los dirigentes distritales, y otro de la Asociación de Conjuntos Folklóricos de San Joaquín. En 2008, un grupo de instituciones y vecinos motivados de Jaihuayco, decidieron terminar con esa separación, creando el “Comité de la Fiesta de San Joaquín”, lo que implicó un avance, ya que en 2010 la fiesta fue declarada como “patrimonio” del municipio de Cochabamba. En 2011, sin embargo, la Asociación de Conjuntos Folklóricos,
en alianza con algunos dirigentes vecinales, generaron de nuevo una alta conflictividad contra la directiva del Distrito, tanto como de una institución vinculada al comité, el CEPJA (o Centro de Educación Permanente de Jaihuayco). Así, las fiestas no pueden ser analizadas solamente como espacios de “identidad”, a través de apologías más o menos informadas de sus características “culturales” y tradicionales. Antes bien, nosotros propusimos que las fiestas populares debían de ser estudiadas sin caer en las idealizaciones nacionalistas ni regionalistas, que impiden observar sus profundas complejidades y contradicciones.

También es importante señalar, que desde el lado de la propia sociedad civil, las fiestas son un espacio altamente rentable, en términos de capital social y simbólico, rescatando los conceptos de Pierre Bourdieu. Así, sostuvimos que [l]a propia organización de la fiesta implica una cantidad de cargos y jerarquías rituales, además de un acceso diferenciado al prestigio ritual, que está en juego en cada fiesta. Desde el poder, así sea político o religioso, nacional, regional o zonal, la fiesta es una gran oportunidad para ganar capital simbólico. Así, el prestigio de los políticos, alcaldes, autoridades locales, dirigentes de conjuntos folklóricos, dirigentes vecinales y otros, ha estado ligado tradicionalmente al auspicio o “pasantía” de una fiesta fastuosa y de gran derroche de recursos.


Como ya han señalado varios autores (entre los más importantes, Albó y
Preiswerk 1986; Guaygua 2001, Mendoza Salazar 2004), la fiesta boliviana es un espacio idóneo para la institución de una red de cargos, en cuyo
ejercicio se gana reputación social, aunque se pierdan montos considerables de dinero. Así, las fiestas bolivianas pueden ser entendidas como un botín cuya organización y financiamiento generan capital simbólico, en el sentido propuesto por Bourdieu, es decir, un alto prestigio, y que producen legitimación de las jerarquías y posiciones de poder.
(Mejía Coca, Sánchez Patzy y Quispe Escobar 2009:98).

Esta función de las fiestas como espacio de búsqueda de prestigios y compensaciones simbólicas, no ha cambiado mayormente desde el siglo XVI, y revela el carácter altamente paradójico de las fiestas populares bolivianas y cochabambinas, que son a la vez “espectáculos modernos” como celebraciones de la vanidad y las clientelas típicas de las sociedades premodernas. Esto implica, entonces, el carácter cholo de las fiestas,
cuyas imbricaciones no pueden perder de vista las lógicas premodernas de búsqueda de prestigio, como de réditos sociales y económicos individualistas:

Hasta el día de hoy en Bolivia, se mantiene la costumbre de que las personas con poder y dinero busquen prestigio social siendo el padrino, el alférez, el pasante o el mayordomo (palabra en desuso en el ámbito urbano) en las fiestas religiosas más importantes de su localidad. Desde otro punto de vista, los dispendios de las fiestas son también otra forma de la redistribución de excedentes, vieja lógica del ayllu andino. Sin embargo, esta lógica se utiliza ahora con fines vinculados a las conveniencias personales y al capital simbólico de las élites, fundamentalmente de aquéllas de origen cholo (Sánchez Patzy 2006:71-72).

Es en este sentido que consideramos las fiestas en Cochabamba: no solamente como el espacio de enfrentamiento de proyectos “modernos” o elitistas, contra los proyectos tradicionales o populares del “pueblo”, sino como un espacio complejísimo de pervivencias de lógicas sociales de búsqueda de prestigios, influencias sociales, clientelas, negocios, espectáculos masivos, promoción de imágenes políticas y otros aspectos,
los que no implican, necesariamente, que las fiestas sean espacios de la diversión y el idilio social, la utopía de la conciliación momentánea entre pobres y ricos, el espacio donde se crea “la identidad regional”. Las fiestas contemporáneas son, en realidad, manifestación de las profundas contradicciones de una sociedad chola, de una cultura que se construye a sí misma a partir de la conflictividad simbólica presente en la vida cotidiana.


Conclusiones


A lo largo de los siglos de la construcción de la ciudad, el mundo festivo ha
interpelado constantemente a sus actores. En las fiestas también se han reflejado las contradicciones sociales y, más aún, aquéllas han permitido legitimar las estructuras de subordinación y dominación, las visiones de ciudad y los imaginarios sociales. No fue casual, entonces, que las autoridades pretendan reglamentar y censurar comportamientos, rituales y prácticas festivas populares que se realizaban en el espacio urbano. Las reformas del gobernador intendente Francisco de Viedma fueron decisivas en este sentido aunque, en rigor, fueron parcialmente cumplidas pues muchas prácticas prohibidas por éste volvieron a la escena pública en las primeras décadas del siglo XIX una vez concluida su prolongada administración.

Les tocó a las elites locales de fines del siglo XIX iniciar otro experimento de
reestructuración de la ciudad bajo el discurso de modernización con el cual fueron combatidos los festejos plebeyos. Si bien al principio este proyecto fue ambivalente y contradictorio en el seno de los grupos de poder local, en las primeras décadas del siglo XX se fortaleció una posición relativamente homogénea que terminó con la prohibición de tradicionales festejos locales.
A partir de este juego dinámico entre los proyectos hegemónicos de las elites y ciertas estrategias de resistencia de los sectores subalternos, el mundo festivo de Cochabamba se ha transformado sustancialmente. Algunas de amplia aceptación como la fiesta de San Sebastián han desaparecido; otras como la fiesta de Guadalupe o San Antonio, han disminuido su colorido y pomposidad; en cambio, algunas como San
Andrés y Santa Vera Cruz reforzaron sus rasgos populares.

En conjunto, las fiestas perdieron su carácter de abigarramiento social que, aunque reproducía y legitimaba las jerarquías sociales, habría un espacio de encuentro de las distintas clases de la sociedad.

Hoy las fiestas más importantes han terminado pareciéndose unas a otras: se trata de una estandarización de los patrones festivos, que casi siempre han convertido a las “entradas folklóricas” en su marca registrada, su punto nodal.

Hoy por hoy, casi no hay fiesta popular en Cochabamba que no incluya una “entrada folklórica”. Esta estandarización, crea un nuevo tipo de abigarramiento, al interior de la fiesta, y no entre fiestas diferentes. Pero estos abigarramientos culturales – como puede verse, por ejemplo, en
el Corso de Corsos, donde participan, bailando, fraternidades folklóricas, batallones de soldados del ejército boliviano, agrupaciones provinciales, inmigrantes paceños y muchos otros— no existen por fuera de los tejemanejes de los poderes grupales, los intereses puestos en juego cada año en cada nueva fiesta. Desde los vendedores de graderías, pasando por los dirigentes de las asociaciones de fraternidades de danza, hasta los canales de televisión, las fábricas de cerveza, y claro, los grupos de poder político,
las fiestas son un “botín” material y espiritual a repartirse, a conquistar, año tras año, fiesta tras fiesta, a costa de la “diversión popular” el “sano esparcimiento” familiar y la promoción de “nuestras tradiciones”: una letra populista y nacionalista, que esconde un espíritu clientelar, corporativista y también individualista, de la búsqueda del máximo provecho.

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Armando Alba y la memoria perdida https://dev.guardiana.com.bo/innova/armando-alba-y-la-memoria-perdida/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=armando-alba-y-la-memoria-perdida https://dev.guardiana.com.bo/innova/armando-alba-y-la-memoria-perdida/#respond Sun, 14 Feb 2021 11:52:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=11259 Armando Alba estuvo en España entre 1948 y 1949 y mucho de lo que él conoció ha desaparecido, o cambiado profundamente.

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Texto de Juan José Toro Montoya

Fotos del autor del texto y del Archivo y Biblioteca Armando Alba

Domingo 14 de febrero de 2021.- En una fotografía, que forma parte del Archivo y Biblioteca Armando Alba, él aparece en medio, con una copa en la mano y rodeado de personas entre las que aparecen mujeres elegantemente vestidas, una con sombrero y otra con una piel en el cuello. Se trata, obviamente, de una recepción social, aunque la máquina proyectora que aparece a la izquierda parece salir de contexto.

¿Qué reflejaba aquella foto? Forma parte de la documentación que Armando Alba guardó como parte de sus recuerdos de Madrid, cuando vivió en la capital española en su condición de embajador plenipotenciario de Bolivia. El escritor y gestor cultural boliviano era metódico y ordenado, así que la foto, y su entorno, corresponden a sus días en esa ciudad. Él aparece como anfitrión, así que el lugar tiene que ser la embajada de Bolivia en España. El problema es que esto último no puede comprobarse en el terreno.

Uno de los recuerdos de Alba de su estadía en Madrid cuando era embajador plenipotenciario de Bolivia.

Según las referencias del propio Alba, la Embajada de Bolivia en Madrid se encontraba en la esquina de plaza del Callao con la Gran Vía, en pleno centro de la capital. Sin embargo, el hecho de encontrarse “en el centro” no garantizaba proximidad con las instancias de poder en España, que las tuvo repartidas desde que se declaró a Madrid como capital, allá en los tiempos de Felipe II. La Plaza Mayor nunca fue el centro político de España y allí jamás funcionaron edificios gubernamentales, como gobernación o ayuntamiento (alcaldía). En la Gran Vía, empero, estaban edificaciones importantes, embajadas y hoteles tan célebres como el Florida, donde se alojaron los corresponsales extranjeros que cubrían la Guerra Civil y pasó gente de la talla de Ernest Hemingway, Antoine de Saint-Exupéry, Pablo Neruda, Federico García Lorca, María Casares, Charles Chaplin y John Dos Passos.

Foto de Armando Alba en su pasaporte con sello de la Cancillería.

Pero el Florida ya no existe. El célebre hotel fue comprado en 1962 por un consorcio que todavía hoy se conoce como Galería Preciados y, cuatro años después, lo mandó a demoler sin más ni más. Hoy es solo un recuerdo y en su lugar está una enorme galería comercial de otro consorcio, El Corte Inglés. Es probable que la Embajada de Bolivia haya estado muy cerca, pero nadie tiene idea de su existencia. Las personas que trabajan en ese punto no tienen una antigüedad laboral superior a 15 años y jamás nadie escuchó hablar de una embajada. Se acuerdan del edificio de la telefónica, pero ese ya corresponde a lo que fue el tercer tramo de la Gran Vía. El Florida, y la legación diplomática boliviana, estaban en Plaza del Callao, que corresponde al segundo tramo. Lo más probable es que la embajada alquilaba el edificio que hoy ya no existe. Por ahí está el de la Asociación de la Prensa que; sin embargo, tampoco lo ocupa. Actualmente, Bolivia tiene su representación diplomática en la calle de Guisando, a ocho kilómetros del centro de Madrid.

SU LLEGADA

La documentación diplomática permite deducir que Armando Alba viajó hasta España por vía marítima porque en su pasaporte diplomático existe un registro de su paso por Cabo de Hornos.

Llegó a España en 1948, en tiempos del franquismo, y presentó sus cartas credenciales en el Palacio del Pardo, que era la residencia que el generalísimo había elegido para gobernar. Las fotografías muestran que fue recibido por miembros de la Casa de Gobierno de entonces y fue flanqueado por la guardia mora, una fuerza de elite integrada por musulmanes.

El Palacio del Pardo es una antigua construcción. Está a 15 kilómetros de Madrid y, de inicio, fue un pabellón de caza de la familia real. Carlos I de España, a quien los bolivianos conocemos más como Carlos V, determinó que allí se construya un palacio. Se dice que en su decisión pesó mucho la opinión de su hijo Felipe que, años después, se convertiría en “el rey prudente”, y quien decidiría que Madrid sea la capital del reino.

Desde entonces, la mayoría de las familias reales gobernantes lo usaron como residencia de invierno pero, cuando triunfó la República, lo precintaron, como muchas de las propiedades de la monarquía. En el apogeo de su poder, Francisco Franco lo convirtió en su residencia, y casa de gobierno, razón más que suficiente para que nadie más le diera ese uso.

Empero, ese fue el lugar al que Alba, igual que todos los embajadores de aquel tiempo, llegó para presentarse, y donde fue homenajeado con una fiesta.

AÑOS PROVECHOSOS

El escritor estuvo poco tiempo en España, solo hasta 1949, pero fue tiempo suficiente para cultivar amistad con los intelectuales de la época, muchos de ellos integrantes de la Real Academia Española o la de la Historia.

Entre las amistades de su tiempo de España se cuenta a Eugenio D’Ors, autor, entre otras obras, de “La Filosofía del hombre que trabaja y que juega”, “De la amistad y del diálogo”, “Grandeza y servidumbre de la inteligencia” y “La ciencia de la cultura”.

Fue también en Madrid donde encargó su busto, nada menos que al maestro Juan de Ávalos, que ha dejado una fundación con su nombre, y que forma parte del patrimonio de Armando Alba que, junto a su biblioteca y archivo histórico, espera que la Alcaldía de Potosí cumpla su compromiso de restaurar su casa para convertirla en un museo abierto.

Eliminar la memoria

Armando Alba estuvo en España entre 1948 y 1949 y mucho de lo que él conoció ha desaparecido, o cambiado profundamente.

Y es que las sociedades humanas son dinámicas, cambian constantemente, y eso incluye a sus residencias, hábitats y todo lo que le rodea. Un ejemplo de ello es lo que España hizo con el templo de Santa María de la Almudena, que era el más antiguo de Madrid, pero fue derribado en 1868 con motivo de realizar remodelaciones a la Calle Mayor.

Hoy en día, los españoles lamentan la mala decisión de 1868 y, a manera de recordatorio, han puesto un escaparate subterráneo en la esquina de las calles Almudena y Mayor. Allí se ve una reconstrucción de las ruinas del templo. Es cierto que luego se mandó a construir la impresionante catedral de la Almudena, más lejos, en la Plaza de la Armería, pero nada logrará reparar el daño de haber tirado el templo más antiguo.

Por fuera del escaparate, que se parece al museo subterráneo construido recientemente en la calle Junín de Potosí, está la estatua de un hombre que no identifica a nadie en particular. Se trata de un vecino que está ahí, como vigilante de que nadie más vuelva a derribar cosas antiguas a título de modernidad.

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Siglo y medio del carnaval de Cochabamba https://dev.guardiana.com.bo/innova/siglo-y-medio-del-carnaval-de-cochabamba/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=siglo-y-medio-del-carnaval-de-cochabamba https://dev.guardiana.com.bo/innova/siglo-y-medio-del-carnaval-de-cochabamba/#respond Thu, 11 Feb 2021 11:13:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=10897 Gustavo Rodríguez Ostria escribió sobre el carnaval de Cochabamba desde sus orígenes, incluyendo los cambios, los vaivenes, las crisis y la manera en que una clase social se fue apoderando de una fiesta que al principio era del pueblo.

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Por Gustavo Rodríguez Ostria (+)

Jueves 11 de febrero de 2021.- El carnaval es la fiesta más esperada y apetecida en Cochabamba y en Bolivia. Muchas veces se lo quiso prohibir, pero otras tantas ha renacido con más fuerza y colorido. Son 166 años (serían 175 en 2021) de una rica y multifacética trayectoria del carnaval cochabambino, trayectoria que ha estado llena de simbolismo, danza, música, placer y transgresiones.

El Carnaval no tiene un libreto fijo ni una modalidad inmutable; no se puede tejer una sola línea de continuidad histórica. Por el contrario, cambió, se lo recreó y reinventó constantemente. El carnaval tampoco es necesariamente único. Cada grupo social se lo apropia y participa en la festividad de un modo diferente, al calor de aquellas imágenes y deseos contradictorios de distintos grupos sociales y de los poderes institucionales por hacer de él su lugar de expresión y pertenencia a su imagen y semejanza.

Sus orígenes se remontan muy atrás, quizá hasta las fiestas griegas a Dionisio o las festividades romanas de Saturnalia, en honor al dios Saturno. Fue, sin embargo, durante la Edad Media europea que alcanzó su esplendor. En América Latina fue introducido por los españoles tras su conquista, aunque sufrió transformaciones al mezclarse con las tradiciones indígenas.

El carnaval, que se celebra justo antes de iniciarse la cuaresma, es decir, 40 días antes de la Pascua, no es en efecto entendible sin reparar en la tradición religiosa cristiana que supone la cuaresma. El carnaval constituye, en suma, el tiempo permitido y pagano para el desenfreno, antes de ingresar a los rezos, el ayuno, la mortificación y la penitencia de la festividad religiosa.

Los españoles introdujeron en América dos manifestaciones del carnaval: el de las clases llamadas altas, celebradas en salones a la manera española, y el popular, en las calles. Ambos se distinguían por el tipo de música,
baile y comida.

No es posible establecer desde cuándo se celebra el carnaval en Cochabamba, probablemente, con intermitencias, ocurre desde el siglo XIV, pero es seguro que para fines del siglo XVIII existía esta festividad, por entonces denominada Carnestolendas, que duraba desde el Domingo de Tentación hasta el Miércoles de Ceniza, con el que se iniciaba la fiesta católica de la Cuaresma.


En febrero de 1847 el periódico local denominado “Correo del Interior” describe vívidamente aquel jolgorio que llama “el carnaval de aldea”. Durante la festividad, los cochabambinos, principalmente los del sector popular, se lanzan a ganar las calles con inusitada alegría “ostentando toda la gala de vestidos rústicos, trayendo flores y frutas en la cabeza y danzando al son de un tamboril y una flauta de pastores”; ambos instrumentos imprescindibles precisamente para ejecutar los candentes ritmos negros. La guitarra y el pinkillo eran también convocados para expresarse en los bailecitos andinos.

En las calles, las máscaras y los disfrazados eran de uso frecuente, como lo fueron en aquel carnaval medieval europeo. La máscara y el disfraz sirven para ocultar, evadir y estar a salvo de miradas indiscretas y acusadoras.
Los “señoritos” de clase podían así cometer desmanes y desenfrenos –típicos de las celebraciones del carnaval– gozando del anonimato. A su vez, los plebeyos cochabambinos en este caso los sastres, se (re)presentaban
como si fuesen otros y adquirían un nivel social que normalmente no era el suyo, logrando aproximarse a poderosos, ricos hacendados y comerciantes, sin ser reconocidos.

Era la plebe indígena o mestiza la que ocupaba y tomaba las calles durante el carnaval, imponiendo su música, bailes y vestimentas. Mientas tanto, ¿a qué jugaban los sectores más ricos y poderos de la ciudad? No participaban de las fiestas callejas y no establecían nexos con la plebe, bailaban y se divertían encerrados en la seguridad de sus amplias mansiones. Sólo el martes tomaba el carnaval carácter de “dominio público”, aunque seguía siendo muy discreto.

En pos de un carnaval señorial

Se estaban dibujando claramente en la ciudad dos carnavales. El nuevo carnaval cochabambino segregaba y excluía socialmente cada vez más. Las calles también estaban ganadas por los sectores dominantes que bailaban en ellas, a la par que ofrecían sus casas de tres patios como territorios
abiertos mientras duraban las Carnestolendas. Era costumbre bien aceptada ingresar en ellas libremente y recibir una grata acogida, que se iniciaba con un bautizo de agua.

Luego los anfitriones invitaban bebidas como el guarapo e incluso fina chicha, especialmente elaborada para la ocasión con maíz seleccionado. No faltaban tampoco abundante comida, principalmente el tradicional puchero de cordero aderezado con frutas de la temporada.


Mientras tanto, el antiguo carnaval de raíz plebeya y de origen colonial quedaba paulatinamente confinado a la periferia más pobre y alejada de la ciudad. En los barrios populares como Las Cuadras, Kara Kota, Jaihuayco o
Cala Cala, artesanos, comerciantes y campesinos continuaban bailando cuecas y bailecitos con el mismo gusto y desenfreno de antes. Challaban la festividad regándola con la áurea chicha, sólo que ésta no procedía de las haciendas de los encumbrados patrones, sino de las aka huasis de la afamada localidad del Valle Alto, como Cliza y Punata.

El Corso de Flores y la imaginación europea

La transformación del carnaval en la ciudad continuó en las décadas siguientes. En los años 80 del siglo XIX, quizás por la experiencia traumática de la derrota en la guerra con Chile (1879-1884), la élite cochabambina se tornó más “ilustrada” y extranjerizante.

Todo pasado plebeyo y toda manifestación popular –fuese festiva, culinaria o musical– le pesaba, pues le atribuía la derrota bélica y la frustración por no ser Bolivia una nación y un estado moderno. Buscaban, por consiguiente, ensayar nuevas fórmulas de vida y pensamiento que abarcara todos los órdenes públicos y privados. Se aferraban a la idea de construir la nación boliviana como una “comunidad imaginada” anclada en el trabajo,
la tecnología y la honra de los símbolos patrios, en la cual no cabían las expresiones plebeyas ni indígenas.

En ese modelo de sociedad, el carnaval, con su derecho a la alegría y sus largos feriados, simplemente no ingresaba bien, era necesario regularlo y cohibirlo aún más. En ese espíritu, El Heraldo, matutino cochabambino, sugirió en 1887 trasladar el carnaval al 6 de agosto. El planteamiento no encontró acogida, demostrando que el carnaval tenía muchos devotos y devotas. Sin embargo, otras mentes quizás más prácticas y realistas, decidieron introducir cambios que conservaran la fiesta pero que, al mismo tiempo, la modernizaran y regularan, es decir, que continuarán aproximándola al modelo cultural más valorado e imitado en aquellos tiempos: el europeo.

El Heraldo fue un impreso que nació el 13 de abril de 1877 en Cochabamba, de la mano de Juan Francisco Velarde. En 1926, el periódico celebró sus “Bodas de Oro”, con una edición especial en la que mencionaba a sus colaboradores, entre ellos Mariano Baptista, Juan Francisco Bedregal, Jorge Oblitas, Francisco del Granado y Nataniel Aguirre. Para tal ocasión, nombró como padrinos al presidente Hernando Siles, al ministro de Comunicaciones,  Máximo Nava; al prefecto Félix A. del Granado y al Oobispo de la Diócesis Mons. Julio Garret.

Se resolvió por tanto mantener la vigencia del carnaval, pero se lo oficializó, lo que significaba que se lo debía transformar en una festividad más aceptable a los (pre)requisitos de la rutina y la cultura de la modernidad. En otras palabras, la ciudad podía divertirse en Carnestolendas, pero con ciertos límites y ornamentos aceptados.

Fue precisamente en ese mismo año de 1887 que un ciudadano alemán, Adolfo Schultze, avecindado en la ciudad de Cochabamba, introdujo por primera vez una entrada carnavalera a la usanza germana, “la que tiene
que hacer época”, vaticinó correctamente la prensa local. El modelo que se tomó fue el del carnaval de Venecia (Italia) y el que se realizaba en Colonia, Mainz y Dusseldorf (Alemania).

En esta foto del carnaval de antaño que se suele escenificar en El Prado de Cochabamba se puede observar las máscaras venecianas y los trajes largos europeos que se usaban allá por 1887.

Disfrazados con “lujo y gracia” los jóvenes de la élite que han ganado las calles, por primera vez en muchos años, festejaron la ocurrencia. En 1898 participaron en el Corso por primera vez los carros alegóricos, lo que le otorgó un tono majestuoso muy distinto al anterior desorden de la plebe o al aburrido encierro en los salones de baile de los sectores adinerados. En 1898 se dio un paso más tras consolidarse, con auspicio municipal, el “Corso de Flores”.

Los protagonistas de la nueva fiesta fueron nuevamente los sectores de la élite, eran ellos los que vivían y se regocijaban celebrando con el dios Momo. El “bajo pueblo”, en cambio, simplemente observaba las rondas carnavalescas en la Plaza 14 de Septiembre; de protagonista y actor fue
transformado en espectador. La entrada del carnaval se había convertido en una fiesta familiar, desactivada de toda peligrosidad lúdica o subversión plebeya.

La reclusión de la festividad popular

A fines del siglo XIX, el carnaval cochabambino se había afirmado como una “fiesta de la aristocracia”. Los minoritarios sectores dominantes que lo monopolizaban impusieron su ritmo, su tiempo y sus expresiones culturales. Los mayoritarios sectores plebeyos, entre tanto, quedaron excluidos porque no contaban con los recursos económicos necesarios para solventar el elevado costo del nuevo carnaval: elaborados trajes, serpentinas o sofisticadas bebidas sólo estaban al alcance de los bolsillos.
Paralelamente, arreciaba en el país una alocución cargada de disciplina, moralismo y orden, que al condenar el goce de la fiesta y exaltar el trabajo, buscaba que el carnaval tuviera una menor extensión y abarcara menos
días.

Precisamente, el año de 1905 el Gobierno Nacional estableció que las festividades y los feriados del carnaval abarcaran tres días, de lunes a miércoles. Una precisión muy necesaria, pues aquellos años en algunas poblaciones mineras de Oruro y Potosí duraba toda una semana. Lo propio ocurría en algunas localidades rurales de Cochabamba, e incluso, durante buena parte del siglo XIX, en la propia ciudad.


Estas transformaciones en las costumbres parecían totalmente necesarias para acompañar la esperada modernización de la ciudad de Cochabamba que, con su nuevo rostro, se sentía próxima al progreso y la “civilización”, por lo que ya no podía empeñarse por las manifestaciones “irrespetuosas” del Carnaval, según se proclamaba en la prensa local.

El pueblo, advertía un periódico local, no se exhibe ya en esas bulliciosas y abigarradas ruedas (comparsas) entonando esos picantes carnavalitos al son de bien tocadas guitarras, charangos, acordeones y quenas. Ausentes
las rondas también fue desapareciendo la costumbre de pedir guarapo y unas chicurrias (chicha) en las casas “en la hora reglamentaria del yantar (comer)”.

Varios recuentos tomados de la prensa local revelan la amplitud del fin de estas expresiones, lo que entrañaba el triunfo del carnaval al estilo europeo sobre las manifestaciones culturales de corte popular:

(1901) “Van modificándose las costumbres (…) A las estruendosas algazaras de otros tiempos van sucediéndose más tranquilas manifestaciones de regocijo y entusiasmo”.

(1902) “El pueblo, la clase artesana, no ha dado ni una sola nota de alegría. Los cantares populares no se dejaron escuchar, mucho menos las ruedas animadas de otros tiempos”.

Sin embargo, la verdad era que los artesanos, los pequeños comerciantes y, en fin, quienes eran llamados del “bajo pueblo” no habían olvidado el carnaval, solamente que no hallaban cómo manifestarlo a su tradicional modo en el centro citadino o en los locales encopetados. Debieron, por tanto, refugiarse en las campiñas aledañas. Allí, cuando en la ciudad ya se apagaban los ruidos del carnaval, la fiesta recién comenzaba.

El Miércoles de Ceniza era el inicio de una fiesta que duraba una larga y bulliciosa semana. En tal ocasión, emergían las tradicionales manifestaciones culturales “plebeyas”. Sin complejos el pueblo danzaba
y bebía “al son de su (…) música y su picaresca rima, celebrando a sus dioses”.

En suma, los espacios festivos urbanos habían terminado por dividirse en
Cochabamba en dos escenarios desiguales: uno en el centro urbano en torno a la Plaza de Armas, para los sectores tradicionales y dominantes, otro en las afueras, para las masas plebeyas de mestizos e indígenas. En
consecuencia, la festividad carnavalera no ofrecía –por lo menos en el centro de la ciudad– más espacios compartidos donde pudieran interactuar y compartir plebeyos y “encumbrados”.

Fiesta en la postguerra

Durante las tres primeras décadas del siglo XX se observaban muy pocas modificaciones a la representación carnavalera creada a fines del siglo precedente, cuando perdió su expresión lúdica, transgresora y revoltosa que lo caracterizaba antaño. El Corso de las Flores, los juegos con agua y cascarones, y las fiestas de máscaras animadas con música europea continuarán dominando la festividad, que incluso se tornará más pacata que antes. En 1922 se limitó el consumo de bebidas alcohólicas, lo que permitió que el “Príncipe del carnaval César Augusto I” pudiera encabezar
el baile de máscaras en el Club Social, “en un ambiente en extremo culto” al que asistió “una selecta y numerosa concurrencia”, indicaba la prensa local.

La mayor novedad de aquellos años fue la introducción de automóviles, que sustituyeron paulatinamente a las carrozas jaladas por alazanes. También la cerveza, “la rubia que nunca engaña”, considerada otro símbolo de la modernidad europea, fue imponiéndose, desplazando en los sectores acomodados a la chicha y el guarapo.

La mayor novedad en los carnavales de 1922 fue la introducción de carros que fueron sustituyendo a las carrozas.

El desgarrador conflicto bélico entre Bolivia y Paraguay (1932-1935) condujo a la emergencia de nuevas sensibilidades y ñeques sobres la situación del país, que transformaron la política, pero que tardarían en expresarse en la cultura y la vida cotidiana. En otras palabras, el carnaval en la ciudad de Cochabamba no afrontaría grandes cambios en los próximos años y siguió moviéndose bajo los mismos moldes modernistas que se habían establecido al concluir el siglo XIX.

La fuerza de la festividad fue decayendo, a la par que la economía de la región enfrentaba una recesión. Además, otra guerra, esta vez en Europa (1939-1945), introdujo deudas y crisis económica que afectaron los bolsillos y redujeron las explosiones de alegría.

Sin duda, la festividad quedó perturbada también porque desde 1945 el Miércoles de Ceniza ya no fue feriado, aunque siempre existían modos para burlar y no cumplir la norma oficial.


En los años 40, el carnaval fue politizándose lentamente, recuperando
en algo la función satírica e irreverente que tuvo en sus orígenes. Aparecían presentaciones que se burlaban de los partidos gobernantes, se lamentaban de la crisis económica o aludían a la condición mediterránea de Bolivia.

En el Corso, como desde la primera vez que se organizó, continuaban como protagonistas el “núcleo de selectos jóvenes y señoritas de la sociedad”. Gran parte del baile y la alegría mundana se habían desplazado a locales cerrados, tanto públicos como privados. Allí también existían matices sociales y clasistas. El sábado por la noche en el Club Social se reunían de etiqueta. Por su parte, el Teatro Achá, el Cortijo, la confitería Adán y otras similares, se llenaban de danzantes de clase media.

Los tonos populares, en cambio, se escuchaban profusamente solamente en zonas periurbanas o en los mercados. Eran verdaderamente imperdibles para acompañar el jueves de comadres o la Challa del martes, celebrada con derroche de alegría, serpentinas, cohetillos y puchero.

Nacionalismo y carnaval

La insurrección del 9 de abril de 1952 rompió antiguas convenciones e introdujo una nueva concepción de la nación, basada en el reconocimiento de los valores culturales mestizos y populares. De inmediato, su influjo no
llegó al carnaval de Cochabamba, que siguió desenvolviéndose como una fiesta ajustada a las manifestaciones culturales de las élites.

Éstas, sin embargo, acusaron el impacto de la supresión de sus privilegios de clase terrateniente, arrastrando consigo la fastuosidad del carnaval. La fiesta del Rey Momo ya estaba desgastada, por lo que el nuevo contexto postrevolucionario pudo acelerar que la festividad se desenvolviera en escenarios mucho más modestos que en años precedentes.

Un primer cambio fue que desde 1953 el Corso de las Flores dejó su ritual de vueltas en la Plaza Principal y se trasladó al Prado. Se dice que la permuta obedeció al temor del partido de gobierno, el MNR, a que la rancia
juventud opositora utilizara la oportunidad para atacar la prefectura. Los adornados carruajes, por su parte, fueron reemplazados por el baile de comparsas, las más importantes de ellas fundadas en los años 40.

Lentamente la festividad iba apagándose. En 1965, para darle un empujón, la Cámara Junior promovió la elección de la Reina del Carnaval. La advocación a la imagen femenina era nueva.

Un quinquenio más tarde, en 1970, la Radio San Rafael y la Alcaldía del Cercado organizaron el primer festival de Taquipayanakus –contrapunteo de coplas picantes entre comparsas– en quechua y castellano, efectuado en el estadium Félix Capriles el Sábado de Tentación. La celebración trasladaba la picardía campesina y venía a establecerse como una suerte de cierre y despedida del carnaval.

Corso de Corsos: la renovación del carnaval

La crisis del carnaval parecía imparable, tanto, que fue necesario intentar salvarlo. En 1974, en ese ánimo, se creó el Corso de Corsos gracias a la iniciativa de la tradicional y (re)conocida Radio Centro. Al año siguiente se
plegaron los soldados de las distintas guarniciones militares del departamento, lo que proporcionó al nuevo Corso una masa segura
de entusiastas participantes. En 1975, el carnaval enfrentó un golpe que lo hizo tambalear. La dictadura militar del Coronel Hugo Banzer estaba convencida de que el placer y la alegría eran contrarios al “orden y el progreso”, y suprimió desde ese año los feriados del lunes y el martes.

En 1978, cuando el ciclo militar concluía, se restituyó el feriado del Martes de Challa y desde 1979 se recuperó también el lunes para la fiesta. El lúdico carnaval había vencido a las fuerzas autoritarias, sin embargo,
la victoria era pírrica. El carnaval cochabambino, en contraste con lo que ocurría en esos mismos momentos en Oruro, con su mezcla de religiosidad y fiesta ancestral, o en Santa Cruz, con su colorido y ritmo moderno,
carecía de alma e identidad. Por muchas décadas, sin mucha originalidad y menos recursos, había intentado el equivocado camino de pretender ser un duplicado de Europa o Brasil.

Para fines de los años 70, la juventud de clase media, de ambos sexos, que acudía masivamente a las universidades, empezó a buscar una nueva plataforma cultural que le permitiera participar en la construcción de
una nación mestiza.

Eran tiempos de exaltación del discurso político nacionalista revolucionario, de la música folclórica y del retorno a las calles, no para luchar contra la dictadura, sino para darle un nuevo contenido
a las fiestas del carnaval. Seguramente muchos y muchas de quienes protagonizaron este vuelco eran nietos o nietas de quienes, a fines del siglo XIX, bregaron por expulsar de la ciudad la música, danza y vestimenta plebeya e indígena. Como señala Beatriz Rosells, las élites, en lugar de continuar recriminando el crecimiento de los desfiles y festejos populares, decidieron participar en ellos, reelaborando el mundo simbólico de la fiesta y tomando para sí una larga tradición de festividad popular.

Herederos, quizás sin saberlo, de esa tradición, los caporales San Simón bailaron por primera vez en el Corso de Corsos de 1979. Aunque su debut fue más bien modesto, a partir de entonces la historia empezó a cambiar.

Fue en Cochabamba donde esta danza de los caporales ganó presencia y patentó su actual identidad ligada a la clase media universitaria y, por
qué no, a los nuevos ricos.

El fenómeno del carnaval, con su nueva estética del cuerpo y del movimiento, rompió las anteriores distancias entre el público y el danzante, entre la gradería y la calle. Supuso además la definitiva irrupción carnavalera de las mujeres, quienes sensuales, a la par que los varones, pudieron expresar en la danza la libertad de sus cuerpos.

La danza del caporal fue la punta de lanza de la folclorización del carnaval cochabambino. Para principios de los años 80, la policromía y la música nacional, plebeya e indígena, habían ganado presencia activa, reconocimiento, participación social y protagonismo callejero, como nunca antes había alcanzado. Desde entonces, cientos de alegres danzarines y danzarinas tomaron sin tregua el ritmo de la fiesta. A ellos y a ellas se
sumaron sin tregua conscriptos de las guarniciones militares, grupos campesinos de las localidades vecinas y comparsas.

La consolidación de las Carnestolendas –palabra que ya entró en desuso- en los años 90 implicó varias otras modificaciones. La primera fue que las rebautizaron como “Carnaval de la Concordia” para expresar el anhelo y la voluntad de unidad nacional y regional. Por otra parte, sus límites temporales se extendieron, se iniciaba más temprano y terminaba más tarde que antaño.

Aunque oficialmente no se movieron los feriados del lunes y martes, la sociedad civil fue ocupando y recuperando más y más tiempo para el ocio y la parranda carnavalera. Nacieron las precarnavaleras y los convites, que se realizan dos o tres semanas antes del Corso. El Jueves de Compadres y Comadres se hizo una tradición que se celebra sin falta en todas las clases sociales. Y cuando el Corso de Corsos se trasladó al Sábado de Tentación, el ambiente de fiesta y jarana también se prorrogó, de modo que el festejo terminó durando casi una semana.

Otras actividades llenan el calendario carnavalero: la Fiesta de la Ambrosía en la zona La Maica, las ferias del Puchero, del Acordeón, de la Concertina y del Confite. Acompañan igualmente el ciclo festivo el prestigiado Festival de Takipayanakus. Por su parte, el imperdible Martes de Challa convoca a las deidades de la buena suerte al son de cohetillos.

La geografía del carnaval tampoco se reduce a la Plaza de Armas o El Prado, como ocurría hace varios años. La extensión de la mancha urbana ha obligado a desconcentrar la festividad hacia las zonas Sur y Norte. Ellas celebran su propia entrada y carnaval, pero con bailes y música similares a los que se oyen por toda la ciudad, lo que contagia y comunica identidad en todos los sectores sociales.

En suma, el nuevo carnaval cochabambino es inclusivo y abigarrado. Pese a las diferencias y jerarquías sociales que existen en su seno, funciona como una suerte de comunidad inter y multicultural que acoge, conjuga y tolera, como nunca antes, en un mismo espacio, lo diverso lo transgresor, lo tradicional y lo moderno.

(Tomado de Resquicios, N°16, febrero de 2012)

*El autor de este ensayo es Gustavo Rodríguez Ostria falleció en noviembre de 2020 en Lima (Perú). Nació en Cochabamba. Estudió Economía en la Universidad Mayor de San Simón. Fue catedrático y decano de la Facultad de Ciencias Económicas de esa universidad. También fue viceministro de Educación Superior  y diplomático. Intelectuales destacaron, después de su muerte, cuánto conocía este profesional a Cochabamba. 

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¿La comunidad Cahuayo en Potosí es cuna de la medicina tradicional? https://dev.guardiana.com.bo/innova/cahuayo-cuna-de-la-medicina-tradicional/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=cahuayo-cuna-de-la-medicina-tradicional https://dev.guardiana.com.bo/innova/cahuayo-cuna-de-la-medicina-tradicional/#respond Sun, 13 Dec 2020 11:44:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=9618 El 95 por ciento de sus habitantes se dedica a la medicina tradicional y ritual, llegando a curar enfermedades físicas, pero también de tipo psicológico como el wayrasqa (mal de viento), mancharisqa (mal del susto) y las enfermedades ocasionadas por los saqras (entidades malignas), entre otras.

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Texto de Marco Antonio Flores Peca y Juan José Toro Montoya y fotos del SIHP

Domingo 13 de diciembre de 2020.- Lo primero que se ve al llegar al lugar es el campanario de su templo, clásico de las construcciones andinas, que emerge nítido de entre todas las demás construcciones. Cahuayo está enclavado en la Cordillera de los Andes, cerca del límite interdepartamental entre Oruro y Potosí, que se la disputaron en el pasado, y reclama para sí el título de “Cuna de la medicina tradicional”.   

Los cahuayeños conservan un sistema de organización de ayllu, con sus respectivas parcialidades Urinsaya (mitad de abajo) y Aransaya (mitad de arriba), además de ser en su mayoría trilingües, pues el aimara es su idioma de origen, anterior al quechua, que fue impuesto a partir de la conquista inca, y, por último, asumieron también el español que llegó con los invasores europeos.

Si bien la gente de esta comunidad practica una agricultura de subsistencia, y la crianza de algunos animales como las llamas, su principal actividad económica se centra en la medicina tradicional.

Plantas medicinales para todo mal en Cahuayo (Potosí).

Según Gumercindo Acarapi, actual presidente de la Asociación de Medicina Tradicional (Abometrac), Cahuayu, cuya escritura más aproximada sería Qawayu, es la cuna de la medicina tradicional, pues los qawayeños son los herederos de un conjunto de conocimientos y prácticas sobre el uso de plantas, elementos animales y minerales con fines medicinales. Estos conocimientos fueron desarrollados en cientos de años y transmitidos de generación en generación hasta nuestros días.

Se trata de una comunidad en la que casi el 95 por ciento de sus habitantes se dedica a la medicina tradicional y ritual, llegando a curar enfermedades físicas, pero también de tipo psicológico como el wayrasqa (mal de viento), mancharisqa (mal del susto) y las enfermedades  ocasionadas por los saqras (entidades malignas), entre otras.

Llamerías con medicina 

De igual manera que los habitantes de las comunidades circundantes al Salar de Uyuni (Tahua, Llica, Coqueza, etc.), quienes realizaban largos viajes para intercambiar la sal con otros productos, la comunidad de Cahuayu realizaba una llamería (caravana de llamas) bastante importante. Según informes de los comunarios, dos veces al año, un reducido grupo de personas comandaba una caravana de aproximadamente 30 llamas. Una de las llamas llevaba el preciado Colla Q’ipi, que era un cargamento conteniendo, en pequeñas bolsas de lana de llama, un conjunto de medicinas y preparados con los cuales estos médicos andinos lograban curar un sin fin de dolencias. Los medicamentos y los servicios se intercambiaban (trueque) con alimentos como el maíz, la papa, trigo, etc. que permitían a los qawayeños complementar su alimentación. Los viajes partían desde Cahuayo y concluían en las cabeceras de valle como Taypiri, Vitichi, Calcha, Puna, Otavi, etc. Un solo Colla Q’ipi era suficiente para traer de regreso toda la caravana de llamas cargadas con alimentos.  Si se tiene en consideración que hace varios años existía una gran ausencia de hospitales y médicos en el área rural, es posible darnos cuenta del gran servicio que prestaban y aun prestan estos médicos tradicionales.

Un ángel médico

Según cuenta una leyenda, hace muchos años atrás una pequeña paloma habría llegado a la comunidad de Qawayu, llevando en su pico unas cuantas plantas medicinales. En el lugar donde esta paloma se asentó, se construyó una iglesia en la cual se venera a varias deidades del mundo católico como el Tata Santiago, la Virgen de Concepción, la Virgen de la Candelaria y el más importante de todos, el Ángel de la Guarda. Según informes de los comunarios, dos esculturas de este ángel fueron hechas en Perú, una se habría quedado en Lima y la otra habría llegado hasta Qawayu. Para los qawayeños, se trata de un ángel médico que bendice a todos los médicos tradicionales de esta comunidad, dándoles la facultad de poder sanar todo tipo de dolencias. La fiesta del Ángel de la Guarda se celebra cada 2 de octubre, momento en el que cada pasante añade una nueva planta medicinal al Colla Q’ipi que esta imagen tiene a sus pies.

El Ángel de la Guarda tiene su fiesta cada 2 de octubre en la comunidad que cree mucho en él porque lo ve como un ángel médico.

La ex presidenta de Abometrac, Luisa Quispe Janco, dice que entre los qawayeños se encuentra Qulliris (médico herbolario y ritualista), Qaquris (que es una especie de kinesioterapeuta), Q’apachakeras (las que preparan diversos sahumerios, ofrendas y las mesas rituales o q’uwas), Yatiris (curanderos y adivinos especialistas en la lectura de hojas de cocas), aysiris (ritualista y hechicero) y, por último, se tiene a las parteras, oficio que es desempeñado de manera exclusiva por las mujeres.

Si bien antiguamente la mayoría de estos trabajos eran desempeñados por los hombres, hoy son las mujeres quienes se encargan de la recolección de las plantas, minerales y restos animales que sirven para la preparación de medicamentos. Algunos de los elementos que se emplean son tan escasos que los deben ser traídos desde otros países. Además, son las mujeres las que se dedican a la venta de medicamentos, ofrendas rituales, etc. en sus puestos de venta que se encuentran en gran parte del territorio nacional. Es así que actualmente se cuenta con asociaciones de médicos tradicionales de Qawayu en las ciudades de Potosí, Santa Cruz, Villazón, Tarija, Yacuiba, el Gran Chaco, La Paz, y Cochabamba, además de existir la presencia de qawayeños en otros países como Argentina, Perú y Chile.    

En ese sentido, los médicos tradicionales de Qawayo, considerada a sí misma como “Cuna de la medicina tradicional”, deben ser reconocidos como un patrimonio intangible no simplemente de los potosinos, sino también a nivel nacional y mundial. 

Su ubicación

La comunidad de Cahuayu pertenece a la tercera sección del ayllu Sullcayana y está en la tercera sección del municipio de Belén de Urmiri, en la provincia Tomas Frías del Departamento de Potosí, y su ubicación es casi colindante con la provincia Abaroa del Departamento de Oruro.

Durante algún tiempo, su pertenencia a uno u otro departamento estaba en duda. Los mismos qawayeños creían que formaban parte de la provincia orureña Abaroa, y hasta ponían ese dato en sus documentos, pero, tras el saneamiento de tierras ejecutado por el Instituto Nacional de Reforma Agraria y el Instituto Geográfico Militar, quedaron como la tercera sección del referido municipio y bajo el gentilicio de potosinos. 

Está prácticamente entre ambos departamentos y, para llegar al lugar, se debe tomar el camino asfaltado Potosí-Oruro y doblar a la altura de Belén Pampa. Se toma el camino que va a Puitucu y, así, se llega hasta el lugar donde habría nacido la medicina tradicional.

Vocación medicinal

En la leyenda local, un ave se posó donde ahora está Cahuayu y bendijo al lugar con las hierbas medicinales que llevaba en su jamp’a q’epi (bolsa de fibra de llama). No existe precisión respecto a la antigüedad de la leyenda aunque, por sus elementos, parece ser prehispánica. Los habitantes del lugar tampoco se ponen de acuerdo sobre la especie, pues unos dicen que fue paloma, otros águila y los más hablan simplemente de “un pájaro”.

Lo que queda claro es que la elección de un ángel de la guarda como figura patronal se explica por las alas de este elemento de la religión católica, que llegó con los invasores. Tras la compostura del bulto, que habría sido en Lima, donde existiría una imagen gemela, fue enviado hasta el lugar donde ahora es venerado en su templo.

Pero la vocación de Qawayu con la medicina tradicional no solo está vinculada con esa leyenda, y sus muchas tradiciones, sino también por un sustento científico: en el lugar existen especies vegetales únicas; es decir, que no brotan en otras partes del continente, y prácticamente todas son curativas.

A diferencia de las qapachakeras, que se limitan a la venta de hierbas, sahumerios y mesas de qwa, los médicos tradicionales conocen los secretos de los tres reinos (vegetal, animal y mineral) para curar las enfermedades y saben cuáles deben mezclarse con cuáles.

Además, cerca de Qawayu existen aguas termales cuyo contenido habría sido preliminarmente analizado por científicos europeos que reportaron haber encontrado varios minerales, todos apropiados para las curaciones por sumersión.

El nuevo presidente de Abometrac, Gumercindo Acarapi, afirma que en el lugar existen documentos del siglo XVI, que daría cuenta que entonces ya se practicaba con solvencia la medicina tradicional pero otros originarios reportan la existencia de vasijas y otros objetos de delatarían una antigüedad mayor.

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Descubridores precoloniales de América https://dev.guardiana.com.bo/innova/descubridores-precoloniales/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=descubridores-precoloniales https://dev.guardiana.com.bo/innova/descubridores-precoloniales/#respond Mon, 12 Oct 2020 11:51:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=9114 Los vikingos llegaron a América en el año 1000, unos cinco siglos antes que Cristóbal Colón. Incluso hay quienes creen que llegaron antes de ese año.

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Textos de Juan José Toro Montoya* y fotos de la serie Vikings y archivo de la Sociedad de Investigación Histórica de Potosí

Lunes 12 de octubre de 2020.- El debate sobre Cristóbal Colón y el “descubrimiento” de América es caso cerrado. Son tantas las evidencias de que otros llegaron antes que él que ya no existe historiador serio que se juegue por la versión de que el genovés fue el primero en llegar a nuestro continente.

Y es que la versión clásica se cae hasta por el año. Tomando en cuenta la antigüedad de la raza humana, y su expansión por el planeta, 1492 es demasiado tardío ya que, antes de ese año, transcurrieron miles de años en los que sí, efectivamente, hubo contactos entre lo que todavía se considera viejo y nuevo continente.

En este artículo nos vamos a referir a los precursores de Colón más conocidos, los vikingos. 

POR EL VALHALA

Vikingo es un adjetivo que viene de “víkingr”, una palabra nórdica que se utilizaba para referirse a los guerreros escandinavos y, a fuerza de usarse, y debido a la fama que adquirieron con sus incursiones medievales a Europa, llegó a ser el equivalente a un gentilicio de los habitantes de Escandinavia y Noruega.

El mundo vikingo ha logrado interesar a buena parte de la población mundial debido a producciones cinematográficas y televisivas. Thor, que es uno de los personajes de “Avengers”, está inspirado en el dios homónimo de la mitología escandinava mientras que “Vikings” es el nombre de una serie televisiva canadiense/irlandesa producida para el canal History y disponible actualmente en la plataforma Netflix.

“Vikings” es presentado como un drama histórico aunque, en realidad, muchos de sus personajes son ficticios e incluso la familia protagonista, la de Ragnar Lodbrok, navega entre la historia y la leyenda. Además de la fascinación que los vikingos tienen por el Valhala —algo así como un paraíso para los guerreros—, algo que destaca en este producto para el entretenimiento es el interés que tenían estos escandinavos en navegar en busca de tierras desconocidas.

En la serie, varios de sus protagonistas, comenzando del propio Ragnar, parten sin rumbo fijo y siempre encuentran alguna tierra en su trayecto. Lo que hacen, primero, es saquear, pero después les despierta el interés por la colonización.

LOS ROJOS

En la quinta temporada de “Vikingos” aparece un personaje, supuestamente un ladrón, que adquiere protagonismo rápidamente: Erik Thorvaldsson, que salva la vida a Bjorn Ironside de las garras de Harald Finehair, cuando este se convierte en rey de toda Noruega. Este es el que mayor interés reviste para quienes habitamos en esta parte del hemisferio.

Como todavía resta por difundir la segunda parte de la sexta temporada, todo apunta que este Erik se convertirá en un personaje clave porque su destino es completar la expansión de los vikingos.

Erik o Eirík Thorvaldsson, más conocido como Erik el Rojo, probablemente por el color de su cabello, es un personaje histórico, célebre por haber colonizado Groenlandia, una gran isla ubicada en la zona nororiental de América del Norte, entre el océano Atlántico y el océano Glacial Ártico, que actualmente es una región autónoma perteneciente al Reino de Dinamarca.

Su historia figura en la “Saga de Eirík el Rojo”, una de las muchas “Sagas islandesas” que son obras fundamentalmente literarias, pero constituyen la principal fuente para los estudios de la colonización vikinga en América. La presentación de la edición digital de esa obra señala que “es una de las sagas islandesas del siglo XIII, de autor anónimo, en la que se narra el viaje de unos vikingos, entre ellos Eirík el Rojo, que parten desde Islandia y descubren Groenlandia y la colonizan. Más tarde viajarán hasta Vinlandia, lo que demostraría que los vikingos llegaron a América en el año 1000, unos cinco siglos antes que Cristóbal Colón”.

Su hijo, Leif Erikson, es quien, según la saga, se habría establecido en Vinlandia a la que le dio el nombre por su abundancia en vinos. Sin embargo, la misma saga hace referencia a un navegante anterior que habría llegado a estas tierras, Gunnbjörn Ulfsson, que habría avistado Groenlandia entre los años 876 a 932. No obstante, no llegó a desembarcar en ellas, pero quien sí lo hizo fue Snaebjörn Galti, quien partió en 978 hacia Groenlandia con la intención de establecerse allí. Las sagas refieren que fue asesinado. La siguiente expedición fue la de Eirík el Rojo, en 982. Las dos expediciones partieron a sabiendas del lugar que buscaban. La saga de Eirík dice que, antes de partir, “les dijo que pensaba buscar la tierra que vio Gunnbjörn, hijo de Úlf el cuervo, cuando fue arrastrado por el viento hacia poniente y encontró Escollos de Gunnbjörn”.

Pero estos datos no son nuevos. Ya en 1851, Mariano Eduardo de Rivero y Juan Diego de Tschudi publicaron en sus “Antigüedades peruanas” que “hace doce años que el secretario de la Sociedad de anticuarios de Copenhágue, Don Carlos Christian Rafa, describió, según manuscritos escandinavos publicados en las antiquitates americanae, los primeros viages que hicieron á la América los Escandinavos en los siglos décimo y undécimo que consignó probablemente en el siglo duodécimo el sabio obispo Thorlak Runolfson, autor del mas antiguo derecho eclesiástico de Islandia, y biznieto de Thorfinn Karlsefne, que acaudillaba una de las mas considerables expediciones dirigidas al hemisferio occidental”.

Grabado en el que se representa a Erik “El Rojo”.

En el índice de su obra, estos estudiosos incluso proporcionan un listado de las expediciones vikingas con los nombres de quienes las encabezaron: 1) Bjarne Herjnifson, 2) Leif Erikson, 3) Thorwald Erikson, 4) Thorstein Erikson, 5) Thorfinn Karlsefne y Snorri Thorbrandson, 6) Helge y Finneboge, 7) Are Marson, 8) Bjoern Asbrandson y 9) Gudleif Gudlaugson. “Nos consta, que en el año 1121 pasó á Vinland el obispo groenlandés Erik; mas nada sabemos de un modo posi tivo relativamente al tiempo que moró allí, como tampoco al estado de esas colonias, ni á su extensión, ni á su grado de progreso ó decadencia”, agregan.

Entonces, Los vikingos coronan el sueño de Ragnar Lodbrok y llegan más lejos que ningún otro pueblo de su tiempo.

“Las colonias escandinavas en estas tierras fueron prósperas —apuntan los Mesa—. Ya en el siglo XI se contaba en ellas con granjas, iglesias y monasterios. El tráfico entre las nuevas tierras y las tierras nórdicas del antiguo continente fue intenso, al decir de las crónicas del siglo XII. Pero, poco a poco, estas colonias fueron decayendo; en el siglo XV ya se habían extinguido, pues el último obispo de Groenlandia murió en 1385”.

Rivero y Tshudi también mencionan las teorías de Manase ben Israel, Gregorio García y Adair, quienes afirman que los habitantes de América son descendientes de los israelitas. “Entre otras merece particular mención la que atribuye el origen de las razas americanas á las tribus componentes del antiguo reino de Israel, esto es las nueve y media tribus vencidas y conducidas cautivas á Samaria, mientras aún permanecían en el reino de Judá y en las ciudades en la orilla opuesta del Jordán, las tribus de Judá, Benjamin y la mitad de la tribu de Manase”, señalan.

Como se ve, hablamos de siglos, generaciones que viajaban entre uno y otro continente mucho antes de que se escuchara hablar de un marino llamado Colón.

Tiempos inmemoriales

Después de una polémica de décadas, los historiadores ya acordaron que el origen del hombre americano está en las oleadas migratorias que pasaron a lo que hoy es América a través del Estrecho de Bering. Mucho antes de llegar a esa conclusión, Mariano Eduardo de Rivero y Juan Diego de Tschudi publicaron que “no concuerdan entre sí los autores, que atribuyen una estirpe hebrea á las razas americanas, en lo concerniente á la entrada de los Israelitas en el Nuevo Mundo: unos opinan que llegaron directamente de oriente á occidente, estableciéndose en la parte central y meridional de este hemisferio; pero los mas piensan, que atravesaron la Persia, la frontera de la China, y entraron por el estrecho de Behring en el continente occidental”. 

En las crónicas coloniales existen indicios de que también los españoles conocían de la existencia de este continente mucho antes de los viajes de Colón.

Gonzalo Fernández de Oviedo, que fue nombrado “primer cronista de las Indias recién descubiertas” por el emperador Carlos V, publicó hacia 1535 el primer tomo de “La historia general de las Indias” que refiere que Aristóteles ya describió tierras lejanas más allá del mundo conocido, las islas Gorgades y Hespérides, que habrían sido descubiertas por los cartagineses en tiempos que ya se podrían medir en milenios.

Según esta versión, los cartagineses prohibieron la difusión de su hallazgo porque creían que los que dominen esas tierras tendrían riquezas para dominar el mundo entero.

(*) Juan José Toro es past presidente de la Sociedad de Investigación Histórica de Potosí (SIHP).

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Las epidemias del siglo XVI en los Andes ayudaron a la colonización https://dev.guardiana.com.bo/innova/las-reacciones-ante-las-epidemias-en-los-andes-del-siglo-xvi/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=las-reacciones-ante-las-epidemias-en-los-andes-del-siglo-xvi https://dev.guardiana.com.bo/innova/las-reacciones-ante-las-epidemias-en-los-andes-del-siglo-xvi/#respond Fri, 24 Apr 2020 10:00:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=7167 En 1557-58 atacaron epidemias combinadas de catarro, influenza, sarampión y viruela. Años más tarde rebrotó la viruela (1566-69). Las continuas epidemias mataron a gran cantidad de indígenas originarios. Entre 1549 y 1557 se crearon hospitales, con el fin de aislar allí a los enfermos.

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Roberto Ojeda Escalante

Texto para el Centro Cusqueño de Investigaciones Históricas Enfoques (CCIHE)

Viernes 24 de abril de 2020.- Ya es un consenso reconocer que las epidemias fueron la principal causa de la disminución demográfica de las américas. Compartiendo escenario con guerras, explotación laboral y deterioro ambiental, las enfermedades virales casi inexistentes en los pueblos precolombinos, crearon un escenario capaz de transformar la sociedad por completo. Sin la viruela, el sarampión y el tifus; la pólvora y la espada no hubieran bastado para imponer el dominio europeo.

Comprender el impacto de las epidemias nos puede servir en los tiempos actuales, especialmente cómo fueron vistas por la población nativa, cómo las enfrentaron y qué repercusiones sociales generaron. Las epidemias desconocidas parecen una novedad en estos tiempos, sin embargo, nuestros antepasados enfrentaron un problema similar, al que –por raro que nos parezca– combatieron bailando.

El primer conquistador fue la viruela

Antes de que los españoles llegaran con sus armas nuevas, con sus caballos y su cruz, otros seres diminutos se les adelantaron en el viaje. Varias crónicas relatan una epidemia que mató al inqa Wayna Qapaq y varios de sus acompañantes, incluido el sucesor Ninan K’uyuchi, hechos que debieron suceder entre 1524 y 1527. Los autores que han abordado el tema (Cook 1999, Newson 2000) reconocen que se trató de una viruela que habría llegado por la costa, donde los tripulantes de la primera expedición de Pizarro habrían dejado ropas infectadas, o tal vez llegó del norte, donde los españoles habían llevado el virus que se fue extendiendo rápidamente, de pueblo en pueblo. Nuestros autores dan la segunda opción como la más probable.

Bernabé Cobo cuenta que los indígenas recurrieron a una de sus curaciones tradicionales para salvar al monarca, pero no les funcionó:

“Poco después desta primera llegada de los españoles a esta tierra, estandose el Inca en la provincia de Quito, dio a los suyos una enfermedad de viruelas, de que murieron muchos […] Estando muy enfermo, despacharon sus criados dos postas al templo de Pachacama a preguntar que harian para la salud del Señor. Los hechiceros, que hablaban con el demonio, consultaron al idolo, el cual les respondio que sacasen al sol al Inca y luego sanaria. Hicieronlo asi, y sucedio lo contrario, que en poniendolo al sol, al punto se murió”.

Cobo 1964 [1653], capítulo XVII

Se tiene registro de que en los Andes prácticamente no existían enfermedades virales que pudieran generar epidemias. Las enfermedades se combatían con remedios específicos que combinaban uso de yerbas u otros elementos naturales, rituales que armonizaban al enfermo, y una dieta que servía de medicina preventiva. Todos los seres sagrados también cumplían alguna función sanadora y, por eso, no es extraño que expusieran al inca al sol, su padre simbólico. Otro testimonio nos recuerda que también podría tratarse de una costumbre norteña:

“Y la cura que yo les vi hacer es: un dia de gran sol se van a un boyo y se meten dentro y luego salen y se echan al sol, y esto hacen muchas veces”.

Relación de la dotrina e beneficio de Nambija y Yaguarsongo. En Jiménez 1965, tomo 3.

Pero el monarca no sanó, y la enfermedad se propagó por su entorno cercano. Las crónicas indican que esto fue visto como un mal augurio, y que además se extendió hasta el Cusco, donde llevaron los cuerpos de los difuntos para momificarlos. Entendamos que no tenían miedo a una propagación. Entonces, la enfermedad atacó a muchos habitantes de la ciudad, principalmente parientes del inca fallecido, tanta mortandad hubo que los cronistas Sarmiento de Gamboa y Cabello de Balboa confundieron el origen de la epidemia, sugiriendo que se originó en Cusco.

Los testimonios dados por los cronistas inciden en que este –entre otros sucesos– fue visto como señal de un nuevo tiempo; aunque esta interpretación puede haber sido acomodada como parte del discurso de justificación de la conquista. Los recuerdos de la gran mortandad se confunden con los de la guerra civil inca, la versión que recibió Garcilaso (1609) sobre las matanzas que realizaron las tropas de Atawallpa, debieron confundir la mortandad por la enfermedad con las de la guerra.

Comienza la catástrofe demográfica

Durante veinte años (1532-1553), el territorio andino fue sacudido por guerras constantes, muchos bandos en disputa causaron tremendos estragos en la economía, el ambiente y en la vida misma de los pueblos. El violento proceso transformó la sociedad andina de la forma más drástica que se ha dado en su historia, pero la transformación mayor vino con la disminución de la población nativa en un proceso más largo que alteró las dinámicas socioeconómicas de los Andes, facilitando a los europeos la implementación de sistemas de explotación injustos y violentos.

Recordemos que el interés principal de los conquistadores era obtener riqueza. Primero apropiándose de los tesoros existentes, luego de las tierras más productivas y las reservas minerales. Desde 1545 la mina de Potosí empezó a convertirse en el eje de la actividad económica del recién nombrado Virreinato del Perú, que abarcaba casi todo el occidente sudamericano. La mano de obra requerida tuvo que afrontar dos problemas, por un lado la lucha encabezada por Bartolomé de Las Casas para evitar la esclavización de los indígenas, y por otro la disminución de la población indígena.

Gracias al trabajo de Cook (2010), tenemos la ubicación precisa de las principales epidemias en los Andes, así tenemos que para el año 1546, una epidemia de tifus, o más probablemente neumonía (Cook 1999: 352), afectó fuertemente a la población:

“…vino una general pestilencia por todo el reino del Perú, la cual comenzó de más adelante del Cuzco y cundió toda la tierra, donde murieron gentes sin cuento. La enfermedad era que daba un dolor de cabeza y accidente de calentura muy recio, y luego se pasaba el dolor de la cabeza al oído izquierdo, y agravaba tanto el mal que no duraban los enfermos sino dos o tres días”.

Esquivel y Navia 1980 [1750]: 142

También la viruela reapareció en distintos brotes. El padre Diego Rodríguez de Figueroa describe al inca Titu Kusi Yupanki tras su encuentro de 1565, indicando que tenía el rostro con señas de haber tenido viruela. Titu Kusi estuvo con españoles algunos años después de 1539, antes de ser rescatado y llevado junto a su padre Manqo Inqa en el estado refugio de Vilcabamba. Debió ser en esa estadía cuando contrajo el mal, que logró superar, pues los incas ya habían lidiado con esta enfermedad en el pasado.

No era lo mismo para otras poblaciones indígenas que sucumbían a sus efectos. Para suplir esa carencia de mano de obra, los españoles importaron esclavos africanos, una de las razones era la resistencia de estos a la viruela:

“Ellos no sentían mucho ésta pavorosa enfermedad porque conocían un método de autoinocularse, costumbre que llamaban “la compra de la enfermedad” y que les determinaba una inmunización rudimentaria”.

Criales 1995

La viruela era una enfermedad africana que los europeos transportaron a América a través del comercio de esclavos, por eso estos sabían cómo enfrentarla. Pero aunque existiera esa posibilidad, los africanos no se adaptaron al clima de altura, sufriendo otras dolencias que los debilitaban y morían. Hernán Criales cuenta cómo los esclavos negros terminaron desapareciendo de Potosí. Las formas africanas de curarse no fueron transmitidas a los andinos probablemente porque las rígidas castas de la sociedad colonial no facilitaban ese tipo de intercambios.

Entonces, a las autoridades no les quedaba más que forzar a los indígenas a trabajar y para esto los necesitaban saludables. Tampoco fue que las epidemias afectaron por igual en climas y tierras tan diversas, fueron mucho más drásticas en zonas costeñas, donde había más presencia de españoles, haciendo que el oidor Juan de Matienzo quedara sorprendido:

“En la Sierra hace frio, y estan hechos los indios al frio, y en los Llanos hace mucho calor, y aun con tener este temple, mueren muchos indios y enferman todos, que era gran lastima y aun no pequeño cargo de conciencia”.

Matienzo 1967 [1567]: parte segunda, capit. IV
Los primeros hospitales

“Porque en Potosi concurre mucha cuantidad de indios muy ordinariamente, y habiendo tantos, aunque el asiento es sano, no puede dexar de haber enfermos, y por esta causa hay en el un hospital para los curar”.

Matienzo 1967 [1567]: capit. XLI

Las autoridades coloniales fundaron hospitales diferenciados para españoles y para los “naturales”, de estos últimos se crearon  en Lima (1549), Huamachuco y Huamanga (1555), Cusco (1556) y La Plata (1557). Una interesante descripción de este tipo de establecimientos nos la da Antonio Calancha:

“I los Ospitales curan sus enfermos con regalo, porque los Indios con poco les sobra, i el que apetecen los Espanoles no les aze falta, porque se crian sin el, i no son antojadizos de nuestros potages; quieren mas su agi, que nuestras especias, i sus medicinas de yervas sinples son de mejor salud para ellos, que nuestras drogas de botica […]

[El hospital tenía] pagando un medio medico, que es entero cirujano que anda visitando la Provincia, que a vezes aprende a curar de los mesmos Indios, que con yervas i sinples curan en breve enfermedades peligrosas, i mejoran males desahuciados”.

Calancha 1974-81 [1638], capit. XIV

¿Qué motivaba a construir hospitales en una población que aparentemente se enfermaba poco, y cuando se enfermaba usaba remedios tradicionales bastante efectivos? Sin duda, para atender las enfermedades que esos remedios no podían curar, es decir las enfermedades traídas con la conquista.

Los hospitales no eran un centro de atención médica como en el presente, sino espacios administrados por la iglesia, para atender a diversos sectores desvalidos de la población (huérfanos, ancianos, enfermos). En Florencia (Italia) el año 1348 se organizó la primera cuarentena para controlar la peste negra que asolaba Eurasia. Luego de esta peste, la más letal de la historia, los europeos habían aprendido que la mejor forma de enfrentar este tipo de males era aislar a los enfermos, para que no continuasen contagiando a la población. Los hospitales fundados en territorio andino seguían esta motivación, aislar a los enfermos para proteger a los sanos.

En 1557-58 atacaron epidemias combinadas de catarro, influenza, sarampión y viruelas. Años más tarde rebrotó la viruela (1566-69). “En estas instituciones se prestaba “caridad” para los indios y se comenzó a construir un sistema de salud que precario y todo lograba calmar algunas conciencias” (Pilares 2020: 6). Parece que los hospitales ayudaron a contener la expansión, pues hablando de los mitayos en los cocales, Matienzo observa:

“Es cierto que padecera necesidad, aunque este sano, porque si enferma, pocos tienen remedio, por lo cual se hizo la ordenanza que a cada indio se le de comida, con lo cual, y con el hospital que se hizo, ha cesado gran parte del daño”.

Matienzo 1567: capit. XLVIII
Rechazar al Dios cristiano

El año 1564, el cura Luis Olvera denunció la existencia de una “idolatría” en la provincia de Parinacochas. Se trataba de un movimiento de rechazo a la religión católica, que tenía su epicentro en la vecina provincia de Soras y Lucanas. Su principal ritual era un baile.

“Iban a sus provincias о pueblos particulares para ser recebidos con el propio bayle taqui ongo o ayra. Tenían estos maestros tanta fuerça en hazer lo que querian y en saver lo que deseavan que no dezían más palabras de dezir ser mensajeros de las dichas guacas”.

Albornoz, en Duviols 1967: 36

El cura Bartolomé Álvarez describe algo similar, pero en el altiplano:

“Tienen después a estos tales en veneración, como a hombres dedicados a su diabólico culto; llaman a este ejercicio en lengua aimará talausu, y en lengua del Cuzco taquiongo, que quiere decir ‘canto enfermo’”.

Álvarez 1998 [1588]: 126

El mismo Álvarez menciona un hechicero que también es referido por Calancha, en la región de Conchucos (Ancash), en la misma época (según la ubicación cronológica de las andanzas de Álvarez).

“Entre los Conchucos, indios del término de Uánuco, se hizo un indio Dios e hizo entender a toda la tierra que era Dios; y los pocos días que tuvo lo siguieron muchos y lo temían; y les hacía entender que en su mano estaba el poder de llover y no llover, dar vida y salud, y otras cosas. Hasta que fue sentido, y lo justiciaron con otros muchos. El indio se llamaba Charimango”.

Álvarez 1998 [1588]: 149

Tenemos por lo menos tres corrientes aparentemente distanciadas, en Conchucos (charimangos), Lucanas (takionqoys) y Titicaca (talausus). Se sabe que esta tendencia se extendía hasta Charcas.

“…entendio que no solamente en aquella provincia, pero en todas las demas provincias y ciudades de Chuquisica, La Paz, Cuzco, Guamanga y aun Lima y Arequipa, los mas dellos habian caido en grandisimas apostacias y apartadose de la fe catolica que habian recibido, y volviendose a la idolatria que usaban en tiempo de la infidelidad”.

Molina 1947 [1573]: cap. VI

Aparece como una corriente de retorno a los cultos antiguos, teniendo una jerarquía de wakas en cuya cúspide estaban Pachakamak y Titicaca. Pero era una corriente no centralizada ni organizada, o en todo caso organizada localmente, que se extiende por el territorio de la misma forma que se extienden los movimientos sociales contemporáneos. ¿Cómo es que se expande por un área tan extensa?, sucede que los pueblos andinos, con toda la diversidad que presentaban, no dejaban de estar bastante vinculados hacía varios siglos. Las prácticas culturales y sus innovaciones solían extenderse rápidamente por amplios territorios.

En 1569 el padre Cristóbal de Albornoz fue enviado desde Cusco, como visitador a la zona de Huamanga, desarrollando una campaña de detención y castigo a los “taquiongos”, apresó a los líderes de Lucanas, Juan Chocñe y dos mujeres que se hacían llamar Santa María y María Magdalena. Albornoz infló la magnitud política del taki onqoy, vinculándolo con los incas de Vilcabamba, para hacer crecer también la importancia de sus méritos como evangelizador.

La probabilidad de una coordinación entre los de Vilcabamba y los “takionqoys” es muy remota, más parece que se trataba de una respuesta cultural a la nueva realidad que habían impuesto los conquistadores, que se dio de distinta manera en cada zona, siendo más radical y organizada en Soras y Lucanas. El Taki Onqoy era mostrado como una herejía (apostasía) y exigía asumir una evangelización más severa en los Andes. Hasta el momento, los cultos nativos habían sido vistos como idolatría y paganismo, pero este movimiento fue considerado herejía porque pretendía erradicar al cristianismo.

Sanar bailando

Gracias a un texto de Juan Cincunegui (2019), que explora el origen del ñakaq (personaje espectral de la mitología popular andina contemporánea), encontramos algunas citas de Cristóbal de Molina que nos permiten comprender las motivaciones del movimiento:

“…que de España habian enviado a este reino por unto de los indios para sanar cierta enfermedad que no se hallaba para ella medicina sino el dicho unto…

…y que para volver a ellos ayunasen algunos dias, no comiendo sal ni aji, ni durmiendo hombre con mujer, ni comiendo maiz de colores, ni comiendo cosas de Castilla, ni usando dellas en comer y ni en vestir, ni entrar en las iglesias, ni rezar, ni acudir al llamamiento de los padres curas, ni llamarse nombre de cristiano …

A resultado de esta endemoniada instruccion, todavia hay algunos indios hechiceros, aunque en poca cantidad, que cuando algun indio esta enfermo los llaman para que los curen, y les digan si han de vivir o morir”.

Molina 1947 [1573]

La enfermedad pesa sobre las tres citas. Primero como el origen de la conquista: los españoles vinieron para extraer la grasa de los indígenas (el untu), para elaborar la cura a cierta enfermedad. Luego, entre las órdenes que dan las wakas (a través de sus sacerdotes) está el ayuno, que incluye no comer ni usar “cosas de Castilla”, ¿tal vez las relacionaban con la presencia de las nuevas enfermedades?, entonces no se sabía del contagio viral, pero algo de esto deducían por la forma en que las enfermedades se expandían. Finalmente, aunque la “idolatría” había sido vencida, los indígenas volvían a recurrir a los sacerdotes de las wakas cuando se sentían enfermos.

Taki onqoy puede traducirse como “baile enfermo” o “enfermedad del baile” (se acostumbra decir “canto enfermo” por una inexacta traducción del término taki). El otro nombre, ayra, podría significar “locura” (del quechua ancashino, Curátola 1990). Cuentan que en la danza temblaban con frenesí, quizás simulando una enfermedad y su curación, como una forma de atraer al “espíritu” de la enfermedad y así poder enfrentarla. Las danzas rituales tienen esa característica, no son representaciones, sino llamados a las energías invocadas. Esa es una práctica común en muchos pueblos indígenas, el llamado “chamanismo” tiene cantos y bailes que invocan algún mal y su consecuente cura.

En tiempos prehispánicos, este tipo de danzas se realizaban en las fiestas importantes, caso de la Situa, ceremonia realizada anualmente para “echar los males”.

“Preparabanse para esta fiesta con ayuda y abstinencia de sus mujeres; el ayuno hacian el primer dia de la luna del mes de septiembre, despues del equinoccio … Preparados todos en general, hombres y mujeres, hasta los ninos, con un dia del ayuno riguroso, amasaban la noche siguiente el pan llamado zancu” (Garcilaso 1609: capit. VI).

“Y cuando empezaba la voceria en el Cuzco, salian todas las gentes de los sitios poblados, grandes como pequeños, a sus puertas, dando voces, sacudiendo las mantas y llicllas, diciendo: “¡Vaya el mal fuera!”, que fiesta tan deseada ha sido esta para nosotros. “¡Hacedor de las cosas, dejanos allegar a otro año para que veamos otra fiesta como esta!” Y en aquella, todos bailaban y tambien el Inca, y al amanecer entre dos luces, todos iban a las fuentes y rios a se lavar, diciendo que saliesen las enfermedades dellos” (Molina 1947 [1573]).

La primera cita refleja similitudes con el taki onqoy: abstinencia y ayuno. La segunda es parte de la serie de representaciones que menciona Molina como parte de la celebración, en las que la danza está incluida. Curátola (1990) identifica la descripción del baile con la enfermedad de la pelagra, demostrando que se trataba de una danza antigua (aunque el nombre “taki onqoy” parece referirse a la danza ritual más que a la enfermedad aludida). En todo caso, estaban recuperando viejas prácticas, pero como una forma de enfrentar las enfermedades llegadas con los cristianos. La asociación del tiempo nuevo, su religión (su Dios) y las epidemias, es más que evidente.

Las reducciones y los nuevos hospitales

En varios documentos de visitas se menciona el despoblamiento a causa de las enfermedades:

“Estos cuatro pueblos tienen pocos indios y que en otros tiempos han tenido mas; y estan todos poblados en pueblos formados; y que el haber agora menos indios es por haberse muerto de enfermedades”.

Descripción de la tierra del corregimiento de Abancay, 1586. En Jiménez 1965 [1881-1897].

A partir de 1570, el Virrey Francisco de Toledo intensificó las políticas de control colonial, entre las que estuvo el reordenamiento de los pueblos denominado reducciones, que mandó habitar a los ayllus hasta entonces dispersos, en concentraciones poblacionales que dieron origen a los pueblos actuales. En la visita de Cuenca de 1582 se vincula esta medida con las enfermedades:

“De enfermedades mueren de presente menos que entonces, porque les venian pestilencias y males contagiosos de virgruelas, sarampion y otros generos de enfermedades, que, viviendo en un galpon veinte o treinta moradores con sus mugeres y chusma, ninguno escapaba y por maravilla algunos. Entiendo que agora, aunque algunos males destos acuden, no son tan danosos, por estar distintos y apartados cada casado en su casa en los pueblos fundados, y por los remedios que de los espanoles y sacerdotes resciben y consuelo grande que tienen”.

Jiménez 1965 [1881-1897].

Vemos la idea de apartar a la población en casas por familias, como una forma de controlar los contagios. También se crearon más “hospitales de naturales” en Zaña (1570), Chachapoyas (1578), Callao y Chancay (1580), Arequipa (1585), zonas donde las epidemias y la explotación laboral prácticamente habían despoblado a la población original, que fue reemplazada por españoles, criollos, esclavos africanos e indígenas de la sierra. Esto no sucedió en zonas de altura, donde años antes había crecido el Taki Onqoy. Si las autoridades entendían que la disminución de epidemias se debía a las reducciones, probablemente algunos indígenas la explicarían como resultado exitoso del movimiento pasado.

Es más, los hospitales no eran bien percibidos, puesto que quien entraba en ellos no tenía la certeza de salir sano:

“En el pueblo de Sarance, que por otro nombre se llama Otavalo […] hay un hospital, y tiene el dicho hospital mas de cuatro mil cabezas de ovejas de Castilla; no hay indio que caya enfermo que quiera ir a curarse a el, porque tienen por abusion, que si entran a curarse alli, se moriran luego”.

Relación de Otavalo, 1582. En Jiménez 1965

La crisis más grande

Sin embargo, el optimismo duró poco, en 1582 volvieron la viruela y el sarampión, y “una de las series epidémicas más devastadoras de todo el siglo XVI ocurrió en el período comprendido entre 1585 y 1591” (Cook 1999: 353). Una combinación de viruelas, sarampión, tifus y paperas se dieron en dos oleadas, atacando prácticamente todo el territorio. El año 1588 fue más severo y se tiene registro de su avance, comenzando desde Quito, llegó a desaparecer prácticamente a toda la población wankawillka del golfo de Guayas (Newson 2000: 129).

“El 21 de marzo de 1589, el virrey Fernando de Torres y Portugal escribió al rey Felipe que la epidemia había llegado a Trujillo. Entonces estableció una comisión para evitar que esa epidemia -compuesta de viruelas y sarampión- se continuara expandiendo hacia el sur. Los médicos Hieronnymo Enríquez y Francisco Franco Mendoza aconsejaron al virrey recomendar el uso de azúcar, aceite, miel, pasas y carne a fin de ayudar a bloquear la propagación de la epidemia a otras provincias. La sangría también fue recomendada como un profiláctico útil. Aun más importante, el virrey sugirió que la ropa de las víctimas debía ser quemada”.

Cook 1999: 356

Vemos la aplicación de usos españoles para contrarrestar la epidemia que afectaba a españoles e indígenas, aunque más a estos. Es probable que el uso medicinal-preventivo (medianamente efectivo) de ciertos elementos alimenticios (principalmente carnes y derivados), ayudase a su incorporación en la dieta andina, rompiendo el rechazo heredado de los tiempos del Taki Onqoy.

Pero el mal siguió su expansión a Lima, Cusco, Arequipa y el Alto Perú. El Virrey dio nuevas disposiciones para enfrentar el problema:

“…ordenando a todos los corregidores en sus distritos que con mucha diligencia acudan a la cura y el amparo de los dichos indios y provean las medicinas y sustento conveniente de las cajas de las comunidades donde está el dinero que para esto se aplica”.

Leviller 1925: 208

Coincidimos con Anael Pilares cuando afirma:

“Estas informaciones muestran lo terribles que resultaban ser estas pestes incontrolables, y que realmente no existía forma alguna de contenerlas, salvo la fe y la confianza en remedios improvisados o dudosamente efectivos”.

Pilares 2020: 5

Algunos vieron en la situación una manifestación de castigo divino, que podía ser favorable a los intereses de España. Uriel García transcribe una interesante cita de Alonso González de Nájera, del año 1590:

“Todo parece denotar que Dios ha facilitado a aquel reino con particulares favores, mostrando ser su divina voluntad que se perpetúen en aquella fértil tierra… Pues es cosa de maravilla el ver que conocidamente… se van acabando los naturales tan de prisa por contagiosas dolencias con que les hace Dios a la sorda con ellos”.

García 2003: 44

Algunas poblaciones indígenas tuvieron una lectura similar, pero aplicada a otros dioses.

El castigo de las wakas

En la provincia de Aymaraes, un sacerdote andino llamó a abandonar el cristianismo y demostró tener poderes especiales, tal como lo cuenta un anónimo jesuita el año 1600:

“Habiendo pasado en esta cuidad (del Cusco) la enfermedad de viruelas, que llaman los indios moro oncoy, y teniéndose en aquella provincia noticia de la mortandad y fallecimiento de 6 mil indios, que en esta ciudad murieron, se levantó en aquella provincia de los Aimaráes un indio ladino [… que] hizo pregonar en el pueblo de Huaquirca, que es la cabeza de toda esta provincia, que todos los hombres y mujeres se juntasen y subiesen a un cerro a adorar y sacrificar a una guaca ídolo llamado Pisi, la cual enojada de que le habían quitado su adoración antigua y la habían dado al Dios de los cristianos, prometía que, si no volvían a sus antiguos ritos y ceremonias (…), había de destruir toda la provincia, enviándoles la enfermedad del moro oncoy”.

Mateos 1944: 78-80

El cerro Pisti Chucchi es un apu importante de la zona, el testimonio indica que el movimiento fue asumido por caciques locales, y culmina con el castigo que recibió el “profeta” en algo similar a un auto de fe. El movimiento de Aymaraes se había extendido a Vilcashuamán, en donde Antonio de Vega informaba que:

“Se publicó en esta provincia que todos los indios que adoren lo que los cristianos adoran y que tuviesen cruces, rosarios, estatuas de santos o vestidos españoles, debían padecer una peste que la huaca les enviaría para castigarlos por haberse hecho cristianos”.

Duviols 1977: 123

Esta era una nueva explicación a la causa de las epidemias. Era la waka quien mandaba estos males a la gente que se cristianizaba, olvidando cumplir con los ritos y ofrendas a las wakas. En la religiosidad andina, las wakas son seres superiores, pero no perfectos, tienen sus cóleras y violencias como las tendrían los seres humanos, por eso hay que calmarlos cumpliendo con las ofrendas requeridas.

En 1596, un profeta similar apareció en Yanawara (Cotabambas), convocando a abandonar el cristianismo y haciendo demostraciones de poder casi mágicas, según los testimonios de la época:

“…decía que era lugarteniente de Dios, predicando esto a los indios […] haciéndoles creer que una general peste de sarampión y viruelas, que pocos años antes había corrido la tierra, era zote y castigo de su mudanza de la Fe de los Cristianos”.

Ramos 1621: 56

El “profeta” era tullido de pies y manos, condición que en la mentalidad andina lo acercaba a los seres sagrados. Se contaba que realizaba proezas como apaciguar la lluvia y que realizaba sus prédicas “en un cerro entre los dos pueblos Mara y Piti” (Idem), que sería el Aranqhuma, donde existen vestigios arqueológicos y una cueva sobre la que cuentan una leyenda. Federico Latorre relata que al enterarse de la muerte de Atawallpa, quienes llevaban tesoros para pagar su rescate, los escondieron en esa cueva (Montes 2019: 56).

Nuevamente es un apu importante el que encabeza el movimiento. El corregidor logró apresar al profeta; pero este logró huir, a quien sí torturaron fue a una vieja “amiga” del personaje, ¿sería también una hechicera, compañera del otro o independiente de éste?, como tantas veces, por ser mujer, no se registró suficiente información de esta mártir andina.

Lo interesante de este nuevo momento, es la activa participación de los caciques. Por los mismos años en Huarochirí, el cacique Gerónimo Cancho Guaman retomó el culto de la waka Lloqllay Wankupa.

“…cuando hubo la gran -epidemia de- sarampión, volvieron a practicar todas las formas de culto. El curaca, como si creyese que -la epidemia- había sido enviada -por Llocllayhuancupa-, ya no les amonestaba cuando bebían en el purum huasi […] cuando Don Gerónimo murió y Don Juan Sacsalliuya asumió las funciones de curaca, como el curaca mismo era huacsa, toda la gente empezó a celebrar de nuevo sus antiguas costumbres frecuentando -los santuarios de- Llocllayhuancupa así como -de- Macahuisa, velando hasta el amanecer y bebiendo”.

Ávila 1987 [1608]: cap. 20

Rezagos de la peste

Luego de aquel gran brote de enfermedades, en 1597 una epidemia de sarampión y dolor de costado afectó Lima. Pero ya no se vuelven a dar epidemias por más de diez años, las siguientes fueron en 1611, difteria y sarampión en Quito, y en 1614 de tifus y difteria extendida entre Quito y Cusco (Newson 130). Finalmente:

“Después de un siglo más o menos, tiempo en el cual la despoblación de muchas regiones llegó al noventa por ciento, la actividad pandémica disminuyó, tal vez por el tamaño y la densidad de las poblaciones indígenas, que para entonces se habían reducido a niveles que impedían la difusión de nuevas enfermedades. Las epidemias (del griego epidemos “gente que visita”) se convirtieron en endemias (del griego endemos “residentes”)”.

Lovelll y Cook 2000: 249

Los efectos de las epidemias fueron enormes. Habían despoblado el campo, permitiendo que los españoles implementasen sus usos y costumbres, entre ellas el pastoreo de ganado que contribuyó a destrozar las sorprendentes infraestructuras incaicas (Kendall y Rodríguez 2009: 177-178). Las viejas prácticas andinas resultaban poco sostenibles con poblaciones tan disminuidas (extensos andenes requerían mucha mano de obra colectiva) y los forzaron a aceptar el sistema dominante, incluidas sus prácticas religiosas.

Desde el Concilio Limense de 1583, los representantes de la iglesia se plantearon nuevos lineamientos de evangelización. Allí, la orden jesuita cobró relevancia y lideró una estrategia de más largo plazo. El discurso jesuita ponía la tarea en ganar a los indios al catolicismo, como una forma de contrarrestar el avance reformista en Europa, convirtieron la evangelización en una misión o cruzada. Esta orden forjada en la contra reforma europea, tenía experiencia para lidiar con cultos anticatólicos, testimonios jesuitas de esos años indican:

“…son ceremoniáticos y abrazan bien lo que es procesiones y disciplinas y estas cosas de cofradías y santos e imágenes”.

Ocaña 1987 [1599]: 125

Entonces se dedicaron a instalar imágenes católicas en los lugares donde estaban las wakas antiguas. Y para vencer a las wakas, las imágenes cristianas tuvieron que hacer milagros. En la obra de Ramos Gavilán (1621) se relatan los milagros que la Virgen de Copacabana concedía a los indígenas:

“La mayoría de los milagros tiene que ver con problemas de salud. Con cierta frecuencia estos problemas fueron causados por epidemias” (van den Berg 2015: 54).

“…un motivo importante para buscar la ayuda de la Virgen era la convicción de que los medios humanos no alcanzaban para recuperar la salud” (ídem: 56).

Copacabana vino a reemplazar a uno de los santuarios andinos más importantes, Titicaca, la isla y paqarina mayor de la mitología andina, que había mantenido esa relevancia también con el Taki Onqoy. La Virgen (esculpida en 1583) reemplazó a su vez a la imagen femenina de Tunupa (Ojeda 2019). La superposición de cultos había logrado lo que las evangelizaciones violentas no pudieron en otros lugares. El modelo jesuita funcionaba.

Pero a la vez, las epidemias disminuyeron justo después de los movimientos religiosos locales tipo Aymaraes y Yanawara, como prueba del poder de las wakas. Finalizando el siglo, los doctrineros católicos habían llegado a tolerar y convivir con las wakas locales (Acosta, 1982). La pugna entre wakas e imágenes cristianas para curar a la población, se reactivaría más adelante en otros contextos y se prolongaría por más de un siglo.

La resistencia de los pueblos quechuas y aymaras a las epidemias hizo que pervivan sus lenguas y culturas incluso influyendo en otras variedades culturales, que habían sido más afectadas o extinguidas por la catástrofe demográfica. Dicha resistencia pareció deberse a factores contradictorios entre sí: 1) aceptar el cristianismo superpuesto a los cultos ancestrales, pero manteniendo el culto a las wakas locales; 2) mantener un recelo por los españoles y sus elementos culturales, pero haciendo uso de estos cuando resultaban indispensables para el nuevo contexto de poblaciones disminuidas (queda explorar las particularidades locales de estas estrategias). Los virus resultaron siendo el aliado secreto y oculto del proceso de conquista y colonización de las sociedades americanas.

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Gracias a Armando Alba aún existe la Casa de Moneda de Potosí https://dev.guardiana.com.bo/innova/la-monumental-restauracion-de-la-casa-de-moneda-de-potosi/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=la-monumental-restauracion-de-la-casa-de-moneda-de-potosi https://dev.guardiana.com.bo/innova/la-monumental-restauracion-de-la-casa-de-moneda-de-potosi/#respond Sun, 20 Oct 2019 09:49:12 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=6146 El lugar en el que se había dejado de acuñar monedas en 1908 se había convertido en galpones, corrales, depósitos de materiales viejos, oficinas auxiliares de la administración fiscal cuando Alba presentó al presidente Hernando Siles en 1929 un proyecto de restauración de la Casa de Moneda para convertirla en museo y espacio cultural. Después buscó a un famoso arquitecto argentino para que le ayudara.

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Textos Daniel Bernardo Oropeza Alba* y Fotos del Archivo y de la Biblioteca Armando Alba (Bolivia)

Domingo 20 de octubre de 2019.- Armando Alba es para la Casa de Moneda lo que Gunnar Mendoza significa para el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia. Ambos dedicaron su vida y sus esfuerzos a la recuperación y conservación del patrimonio nacional y la conformación de los centros culturales a los que dirigieron con toda pasión y entrega. Este artículo va en memoria de Armando Alba, que falleció el 20 de octubre de 1974.

Armando Alba, intelectual, periodista y fundador de Gesta Bárbara.

A principios de 1900, el edificio patrimonial de la segunda Casa de Moneda de Potosí se caía a pedazos. En 1908 dejó de acuñar monedas y, al terminar su etapa industrial, se encontraba en lamentables condiciones, “convertida en galpones, corrales, depósitos de materiales viejos, oficinas auxiliares de la administración fiscal, etc., habiendo sufrido su estructura toda suerte de modificaciones momentáneas como cuando se instaló provisionalmente oficinas de correos y, más antes, juzgados y cárcel”, sin que se hubiese efectuado un adecuado mantenimiento. Incluso no faltó la descabellada idea de abrir tiendas para arrendamiento en la parte posterior que se encuentra en la comercial calle Bolívar para percibir algunos ingresos económicos.

Parecía que este enorme edificio estaba condenado a desaparecer, como sucedió con la Casa de Moneda de Cuzco que fue demolida irremediablemente. Sin embargo, surgió un movimiento cultural que reflexionó sobre la importancia de rescatar y conservar el patrimonio arquitectónico potosino como la más genuina manifestación de la identidad regional liderado por intelectual y periodista Armando Alba, fundador de Gesta Bárbara. En 1929 presentó al presidente Hernando Siles un proyecto de restauración de la Casa de Moneda para convertirla en museo y espacio cultural, argumentando, entre otras cosas, “que económicamente sería factible el arreglo del edificio, ahorrando ingentes sumas que invertirse en nueva edificación.”

La Guerra del Chaco cambió las prioridades de los bolivianos y Alba, siendo diputado nacional, se enlistó de voluntario en la Guerra del Chaco, desde donde actuó como corresponsal para los diarios locales. Con el cese de hostilidades retomó su proyecto y consiguió el financiamiento para emprender esta gigantesca tarea.

Urgía encontrar un profesional de talento que tuviese la capacidad de intervenir en el edificio y, a través de amigos en común, logró contactarse con el célebre arquitecto argentino Mario José Buschiazzo, de gran trayectoria en la restauración de monumentos históricos en su país, a quien le ofreció participar en este monumental proyecto. En 1938, con la Sociedad Geográfica y de Historia, recibían a este ilustre visitante en la Villa Imperial para empezar los trabajos.  

La carta que le envió Armando Alba al célebre arquitecto argentino Mario José Buschiazzo.

Buschiazzo quedó fascinado con el edificio, del que tenía un conocimiento enorme. Pudo determinar con facilidad los elementos arquitectónicos originales y las añadiduras toscas posteriores. Había estudiado a detalle los planos originales que reposan en el Archivo General de Indias y empezó a esbozar el proyecto de restauración. En su estadía de 1938 también capacitó a los albañiles y maestros contratistas en las técnicas que debían seguir para intervenir en el edificio. Sin embargo, sus funciones como Presidente de la Comisión Nacional de Museos y Monumentos Históricos de la Argentina no le permitieron permanecer mucho tiempo y la restauración tuvo que continuar a la cabeza de Alba con las recomendaciones e instrucciones técnicas de Buschiazzo desde Buenos Aires.

El arquitecto argentino Buschiazzo estuvo en Potosí en 1938 para capacitar a los albañiles y maestros contratistas en las técnicas que debían seguir para intervenir en el edificio.

Así se cumplió la primera fase de la restauración del edificio, se limpió las salas, retiraron todo tipo de escombros y trastes que se habían acopiado en los patios convertidos en corrales, se intervino los muros, retejaron los techos con la mejor técnica y se limpió las salas de fundición excepto una para vestigio de las labores industriales, que hasta nuestros días luce así y es mostrada por los guías del museo. Al equipo se sumó el arquitecto uruguayo Juan Giuria y en Potosí fueron notables los trabajos del maestro contratista Marcelino Vega Campos.

Una nueva intervención se realizó a finales de 1970, que realizó cambios de cubiertas y restauración general de la fachada para completar la restauración de la Casa de Moneda de Potosí, que hoy en día es el símbolo más importante de la cultura potosina y la ceca más emblemática del continente.

El arquitecto de la restauración

Mario José Buschiazzo fue un notable arquitecto argentino, pionero del rescate del patrimonial arquitectónico en su país. Fue Presidente de la Comisión Nacional de Museos y Monumentos Históricos de la Argentina. Intervino en la restauración del histórico Cabildo de Buenos Aires, de la Casa de la Independencia en Tucumán, el Palacio San José actual Museo Histórico Nacional de Argentina, las ruinas jesuíticas de San Ignacio Miní y, según sus propias palabras, su más importante intervención fue la restauración de la Casa de Moneda de Potosí. Fundó el Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas que actualmente lleva su nombre. Falleció en 1970. 

(*) Daniel Oropeza es socio de número de la Sociedad de Investigación Histórica de Potosí (SIHP).

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16 piezas tiwanacotas regresan a Bolivia tras una gira de dos años en Japón https://dev.guardiana.com.bo/innova/16-piezas-tiwanacotas-regresan-a-bolivia-tras-una-gira-de-exposiciones-en-japon/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=16-piezas-tiwanacotas-regresan-a-bolivia-tras-una-gira-de-exposiciones-en-japon https://dev.guardiana.com.bo/innova/16-piezas-tiwanacotas-regresan-a-bolivia-tras-una-gira-de-exposiciones-en-japon/#respond Fri, 04 Oct 2019 22:00:37 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=5960 Los bienes culturales prehispánicos pasaron por las salas de museos en nueve ciudades niponas. Actualmente, están en un proceso de ambientación a las condiciones climáticas de La Paz. Serán depositados en el Museo del Oro, el lunes 7 de octubre.

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Por Guardiana y fotos de la Secretaría Municipal de Culturas del Gobierno Municipal de La Paz (Bolivia)

Viernes 4 de octubre de 2019.- De nuevo en casa. Una muestra de 16 piezas tiwanacotas del Museo de Metales Preciosos Precolombinos retornó a La Paz luego de haber sido prestada a museos de Japón durante dos años, del 21 de octubre de 2017 al 16 de septiembre de 2019. Pasaron ese tiempo en repositorios de nueve ciudades japonesas, como parte de la exposición “La civilización antigua de los Andes: Los orígenes del Imperio Inka”.

Se trata de seis medallones de oro, una diadema de oro, una máscara funeraria antropo-felínica de plata, un gorro de cuatro puntas, dos incensarios zoomorfos de cerámica, un sahumador zoomorfo de cerámica, un keru de cerámica, dos escudillas de cerámica y un huaco retrato de cerámica. En la exposición también estaban piezas del Museo Nacional de Arqueología.

Esos bienes culturales reposan embalados en cajas especiales para que puedan ambientarse a las condiciones climáticas paceñas. Estarán así hasta que sean trasladados al Museo del Oro, el lunes 7 de octubre, informa la Secretaría Municipal de Culturas del Gobierno Municipal de La Paz.

COSECHA DE EXPERIENCIAS

Esta experiencia permitió crear una experiencia potencial en el préstamo de piezas arqueológicas, pero también dio paso a que funcionarios que acompañaron a la muestra reciban capacitación en el manejo museístico, según el secretario municipal de Culturas, Andrés Zaratti.

Además, se llegó a conocer los procedimientos para el cobro por piezas prestados a otros países y la implementación de elementos complementarios para exposiciones culturales como souvenires  o aplicaciones de equipos móviles.

Los bienes culturales fueron expuestos en el Museo Nacional de la Naturaleza y Ciencia (Tokio), en el Museo de Arte de Bandaishima (Niigata), Museo Arqueológico de la Prefectura de Yamanashi, el Museo de la Municipalidad de Sendai. También pasaron por el Museo de la Ciudad de Nagoya, el Centro Cívico Prefectural de Toyama, el Museo de Arte Prefectural de Oita, el Museo de Arte prefectural de Shizuoka y el Remei-kan del Centro prefectural de Kagoshima.

GESTIONES

Las gestiones para llevar la muestra tiwanacota a Jamón se iniciaron en 2016. Un año antes, el jefe del Museo Nacional de Naturaleza de Ciencia de Japón, Yoshihiro Hayachi, había expresado su deseo de contar con bienes culturales prehispánicos para una exposición en Japón en 2017.

Una ordenanza municipal autorizó el préstamo de las 16 piezas tiwanacotas prehispánicas. La salida temporal de la muestra fue respaldada por la Resolución Ministerial 297/2017 (Ministerio de Culturas y Turismo).

El préstamo se realizó como parte del componente de internacionalización del programa “La Paz, Capital Iberoamericana de las Culturas 2018”, que impulsó el desarrollo de presentaciones y exposiciones de las manifestaciones culturales más representativas del municipio en ciudades de Iberoamérica, entre otras acciones.

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La pelea de papeles antes de la guerra entre Paraguay y Bolivia https://dev.guardiana.com.bo/innova/la-pelea-por-el-chaco-antes-de-la-guerra-entre-bolivia-y-paraguay/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=la-pelea-por-el-chaco-antes-de-la-guerra-entre-bolivia-y-paraguay https://dev.guardiana.com.bo/innova/la-pelea-por-el-chaco-antes-de-la-guerra-entre-bolivia-y-paraguay/#respond Sun, 22 Sep 2019 09:00:21 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=5660 La Batalla de Boquerón fue la primera de la Guerra del Chaco en septiembre de 1932. Sin embargo, la confrontación ya había comenzado antes entre publicistas e historiadores de ambos países para demostrar la pertenencia del Chaco a sus países.

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Por Álvaro Montoya Ortega* (Bolivia)

En estos días de septiembre, cuando recordamos la batalla valiente e imposible que sostuvieron los hombres de Marzana en Boquerón, siempre pesa el recuerdo de la guerra que llevamos por tres años contra Paraguay. Sin embargo, aquellos tres años fueron el resultado de otra guerra que ya llevábamos adelante más tiempo y que ninguno de los contendientes ganó. Se trata de la confrontación entre los publicistas e historiadores de ambos países a través de la compulsa de documentos para comprobar la pertenencia del Chaco a sus países.

El Chaco Boreal es un territorio que está al sureste del país, delimitado por el río Parapetí en el norte y el abrazo de los ríos Pilcomayo y Paraguay hasta su punto de encuentro en las puertas de Asunción.

En manos de Pizarro, Almagro y Mendoza

Primero se dividió el dilatado territorio conquistado por los adelantados en grandes porciones de tierra: para Pizarro, Almagro y Mendoza, el norte, el centro y el sur, respectivamente. Y, desde entonces, los publicistas paraguayos y bolivianos revisaron los archivos de aquellas reparticiones para resolver la problemática de a qué república le pertenecía el Chaco.

Los bolivianos arguyeron en su momento que en la Capitulación de Diego de Almagro del 21 de mayo de 1534 se precisaban los límites al norte y sur que le correspondían a dicho territorio. Sin embargo, el rey no había definido expresamente el límite oriental de Nueva Toledo. Lo que los defensores de los intereses bolivianos determinaron era una obviedad, por ser la línea de Tordesillas el límite final del territorio español al este.

En respuesta, los publicistas paraguayos determinaron que, si el rey no había fijado el límite oriental de Nueva Toledo, no era por la obviedad que representaba la línea de Tordesillas; es más, argumentaron que, según la capitulación de Pedro de Mendoza fechada el mismo día que la de Almagro, se le encargaba a Mendoza que protegiese el territorio español a lo largo de la línea divisoria que habían definido con los portugueses, lo que implicaría que los límites orientales de Nueva Toledo no alcanzaban al preciado Chaco Boreal. La réplica boliviana explica lo impracticable de una frontera que abarcara desde la actual Argentina hasta Guyana.

Aparece en escena la Real Audiencia de Charcas

Después de la repartición de las tierras y la llegada de cada vez más gente interesada en el nuevo mundo, se requirió de instituciones que fiscalicen y garanticen la aplicación de la justicia ibérica en aquellas lejanas regiones. Por eso y por la cercanía al rico cerro de plata de Potosí se creó la Real Audiencia de Charcas con base en el documento fechado el 22 de mayo de 1561. Dicho documento le daba como jurisdicción 100 leguas a la redonda; una delimitación algo ambigua de la que sacaron provecho los bolivianos para reclamar su derecho al Chaco. Dicho argumento pasó a reforzarse gracias a la incorporación de las tierras de Andrés de Manso y Ñuflo de Chávez a dicha audiencia a través de la cédula real del 29 de agosto de 1563.

La replica paraguaya se basó en lo impracticable de determinar los límites de una entidad judicial como la Real Audiencia de Charcas como válidos, ya que, según ellos, esta no poseía jurisdicción política. A su vez señalaron que las tierras de Andrés de Manso no conformaban parte del Chaco Boreal. Ante lo estipulado, los bolivianos respondieron con guante blanco, en especial Ricardo Mujía y Antonio Mogro Moreno, estipulando la amplitud de las funciones de las Audiencias.

“Las ordenanzas de cada audiencia y varias reales órdenes y cédulas les asignaban tareas variadas y de importancia. Eran parte integrante del juzgado de la santa cruzada, del juzgado de bienes de difuntos. Debían visitar la tierra, se les encargaba la inspección de las armadas, se les comisionaba para las ejecutorias, impuestos, alzadas, contrabandos y cuando se trataba de patrimonio real, intervenían en forma de junta con los Virreyes, oficiales reales y contadores, bajo la denominación de “Acuerdo general de Hacienda”.

Algunos hechos como la defensa del territorio (demostración de soberanía no judicial) realizados por la Real Audiencia de Charcas en la marcha del presidente audiencial Brigadier Pestaña en 1765 para expulsar a los portugueses de Santa Rosa y la liberación de la ciudad de La Paz el 30 de junio de 1781 por el ejército enviado por la Real audiencia de Charcas al mando de Ignacio Flores son argumentos de respaldo en la réplica boliviana.

Sobre si las tierras de Andrés Manso otorgadas a la Real Audiencia de Charcas correspondían al Chaco o no, surge una simple premisa: de qué lado del río Parapetí se encontraba Nueva Rioja, fundada por Manso. Si se encontraba al norte del río se suponía que el Chaco Boreal no estaba bajo la jurisdicción boliviana, y si estaba al sur de dicho río, significaba que sí.

Una guerra que enfrentó a Bolivia y Paraguay hace 87 años. Recreaciones posteriores como la película Boquerón de Tonchy Antezana la trajeron de vuelta.

Lastimosamente la Nueva Rioja fue quemada hasta los escombros, y la correspondencia que vagamente señala su ubicación no define con exactitud cartográfica dónde se encontraba la población.

Fronteras indígenas

Otro tema tratado mucho más por los bolivianos que los paraguayos es el de las fronteras indígenas. Estas eran las que separaban lo conocido y poblado por los españoles de los territorios en los que las tribus y naciones: Guaycurus, Lenguas, Tobas, Mbayas y otras habitaban y defendían del hombre blanco.

Mapa étnico.

En lo práctico, estas naciones indígenas eran las verdaderas dueñas y señoras del Chaco Boreal o lo fueron durante prácticamente toda la etapa colonial. Argumento que además alimentaron los bolivianos con una serie de mapas y correspondencia de autoridades paraguayas que designaban al río Paraguay como la frontera de la provincia. Además de encontrarse mapas oficiales en los que el Chaco Boreal no figuraba dentro de los límites de Paraguay, como el mapa de la creación de la provincia del Guayrá el 16 de diciembre de 1617 o el del informe del virrey Montes Claros en 1609.

El contra argumento paraguayo se constituye en las constantes expediciones e internaciones que realizaban en el Chaco Boreal para defenderse de las incursiones infieles, ya que eran de las pocas provincias que tenían concedido el permiso para ignorar las ordenanzas de Alfaro de 1611 que prohibían a los gobernadores la guerra ofensiva contra los indígenas fuera de los límites establecidos.

La provincia del Paraguay formó parte de las Provincias Unidas de la Plata, actual Argentina, y se separó en 1617, para retornar a su seno en 1663 tan solo para volver a separarse en 1672 cuando la breve vida de la Real Audiencia de Buenos aires se extinguió.

Durante estos periodos separados de la actual Argentina, Paraguay estuvo bajo la jurisdicción de la Real Audiencia de Charcas. El argumento paraguayo afirmaba que, pese a pasar a formar parte y separarse, tanto de la actual Argentina como de la actual Bolivia, el Chaco Boreal siempre formó parte de su territorio.

Ante todos los documentos, mapas, correspondencia, refutaciones, réplicas y demás, las negociaciones iniciadas en 1879 a raíz de las guerras del Pacífico y de la Triple Alianza que habían mermado el territorio de ambos países, el diálogo nunca encontró buena salida, porque tanto los plenipotenciarios bolivianos como paraguayos presentaban sus extensas investigaciones y sus títulos en regla, todos reales y válidos. Pero tan válidos que ninguno podía anular o ser jerarquizado encima del otro, por lo que llegar a un consenso, incluso con la ayuda de un árbitro como el presidente Rutherford B. Hayes o el rey Leopoldo II, fue extremadamente difícil. Y cuando se lograba algún acuerdo, las palpitaciones patrióticas en el pecho de los miembros del Congreso no permitían su aprobación.

Afiche de la película “Boquerón” del cineasta boliviano Tonchy Antezana.

El Chaco dejó de ser aquella frontera indígena impasable y comenzó a ser el escenario del choque de patrullas e internaciones de las fuerzas armadas de ambas partes, una mecha de pólvora encendida que amagó explotar en fortín Vanguardia y Laguna Chuquisaca estalló de manera definitiva en Boquerón en días como estos hace 87 años. Peleando por un Chaco que, al parecer, no tenía dueño.

(*) Álvaro Montoya es socio de número de la Sociedad de Investigación Histórica de Potosí (SIHP).

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En la Colonia existían indios e indias muy ricos como Mondragón en Potosí https://dev.guardiana.com.bo/innova/5063/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=5063 https://dev.guardiana.com.bo/innova/5063/#respond Tue, 06 Aug 2019 10:00:20 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=5063 No solo había indios ricos, sino también indias con fortuna, tal que no faltaron los españoles que se aprovecharon de ellas: “Hay también indias y pallas muy ricas, con quienes los soldados están amancebados porque los sustenten”.

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Texto Juan José Toro Montoya (*) y fotos: Archivo SIHP

Es materia común que la mayoría de la población boliviana fue y es india. Se cree, también, que la población originaria de lo que hoy es Bolivia fue esclavizada por el invasor español y esto último ya cae en el terreno de la falsedad.

Es cierto que los indios fueron sojuzgados pero, para ello, fue necesario un largo proceso que, de inicio, respetó las diferencias entre unos y otros, así sea solo por conveniencia.

Al principio, en muchas de las ciudades coloniales vivieron no solo indios sometidos, sino también otros, nobles de origen, que no solo rivalizaban, sino que hasta superaban en riqueza y boato a los españoles afincados en aquellas. Potosí y La Plata, hoy Sucre, están entre los más claros ejemplos.

Una prueba de lo afirmado es el manuscrito que el sacerdote jerónimo fray Diego de Ocaña dejó como legado dando cuenta de lo que vio en el viaje que realizó por nuestro continente, entre 1599 y 1608.

Dibujo idealizado del indio rico Mondragón.

“Hay en Potosí indios muy ricos, en particular uno que se llama Mondragón”, escribió y, para probarlo, agregó que “tiene una sala llena de plata, en una parte las barras, a otra las piñas y en otra parte, en unas botijas, los reales. Yo me holgué de ver tanta plata junta y le pregunté cuánto había allí en aquello que yo veía, y me respondió: Hay trescientos mil pesos de plata ensayada; y luego se va desquitando de los quintos que él tiene que dar al rey de las barras que hace, porque el trato que tiene es comprar piñas y hacerlas barras y batirlas moneda”.

Las indias ricas

Y no solo había indios ricos, sino también indias con fortuna, tal que no faltaron los españoles que se aprovecharon de ellas: “Hay también indias y pallas muy ricas, con quien los soldados están amancebados porque los sustenten”.

Pintura de Cuxirimay Ocllo, hermosa palla que fue pareja de Francisco Pizarro y Juan de Betanzos.

Ocaña no es el único que hace referencias de esa naturaleza ya que, por su parte, Bartolomé Arzáns describió, con toda naturalidad, la intervención de nobles indios en la primera gran procesión que se realizó en Potosí, tan pronto como en 1555, cuando se proclamó como patronos del entonces próspero asiento minero al Santísimo Sacramento del Altar, a la Purísima Concepción de María y al apóstol Santiago. Según el cronista, en esa procesión participaron por lo menos 200 indios ricamente vestidos (ver recuadro).

Además de ser una muestra de la aparente tolerancia que existía entre españoles e indios en los primeros años de Potosí, esa descripción demuestra que de estos últimos hubo bastantes con un poder económico tal que participaban en demostraciones públicas haciendo ostentación de su riqueza.

Alférez inca muy similar a los que participaron en la procesión de 1555.

Los indios ricos no solo aparecían en actos públicos, sino que también actuaban en representaciones teatrales y mandaban a pintar cuadros en los que, a la usanza de la época, se hacían incluir por los autores. “No faltan indígenas, sobre todo caciques, que pagan las obras y quieren figurar en ellas, por regla general en compañía de sus esposas”, agrega Teresa Gisbert, quien incluye, en su libro sobre iconografía, grabados de escudos nobiliarios de indios y una fotografía de la portada de la desaparecida residencia de los Guarachi que estaba ubicada en el Barrio de la Concepción de Potosí, en una calle que no precisa.

En su “Relación…”, Luis Capoche también refiere varios nombres de indios que son dueños de minas y tienen asignados otros indios para el servicio en la mina. Algunos de esos nombres son Juan Chupachu, que tenía 60 varias de minas y 35 indios; Juan Sacaca, con 40 varas y tres indios; Alonso Cavana y Martín Puyana, que tenían 60 varas de minas; pero sin indios que era el mismo caso de Juan Pati, que tenía 60 varas, y Juan Guanco, que poseía 120. Un caso llamativo es Domingo Quinta, de Yunguyo, que poseía 180 varas de mina y tenía 120 indios asignados.

En su paso por Potosí, Ocaña no solo sembró la devoción guadalupana, sino que levantó una relación de cómo era la ciudad allá por 1600. Contabiliza, también, las parroquias de la villa y la cantidad de mitayos asignada a cada una de ellas. Sobre la base de sus referencias, Medinacelli identifica indios nobles en el padrón de yanaconas de Potosí: “Otros muestran más bien un origen noble, pero afincado en Potosí, como Juan Quispe, natural de la Villa, hijo de Don Diego Ochara, de Guamanga. También Pascual Alejo, natural de Potosí, hijo de Pedro Inga del Cuzco o Don Juan Cusipaucar que recibe de cada partida de la casa de Moneda tres pesos de algunos yanaconas que no pagan tasa. Parecido es el caso de Diego Muroccla natural de la Villa y reservado por viejo, pero casado con Ana Capax Sinchi, de evidente prosapia incaica”.

Y entre los descendientes de incas había algunos realmente importantes como Carlos Inca, hijo de Paullu Inca, que era uno de los muchos hijos de Huayna Capac y, por tanto, hermano de Manco Inca, Huáscar y Ataw Wallpa. “Esto nos demuestra la presencia activa de una élite inca en Potosí en estas fechas”, agrega la historiadora.

Hay un par de detalles o, mejor, nombres más  que agregar, para motivar una investigación al respecto: Isabel Paicu Chimpu y Juana Paipa. Son los nombres de las propietarias de los solares en los que fueron construidos los templos de Santo Domingo y la Compañía de Jesús, respectivamente. Heinz Antonio Basagoitia afirma que ambas donaron los terrenos para las referidas edificaciones. Sobre la primera agrega que tuvo esposo español, pero las tierras eran de ella.

Pero no solo hubo indios ricos en Potosí sino también en La Plata. Nuestro fraile refiere que, cuando se realizó la entronización de la Virgen de Guadalupe, “a la noche salió don Juan Ayamoro, que es el cacique principal de los indios, como si dijésemos un duque. Salieron con él, a caballo y a pie, indios con hachones alumbrando, más de cuatrocientos indios con disfraces de la tierra, tan buenos, que en Madrid parecieran bien; y con esto se dio fin a la fiesta de este día, que fue el tercero”.

Como se ve, la situación de los indios en Charcas tenía sus claroscuros. Es cierto que fueron sometidos, pero también existen datos que demuestran que la historia no fue como nos la contaron.

Plato de 1622 con escudo de armas de propiedad de un noble indio.
Matrimonio de Martín García de Loyola con Beatriz Clara Coya, descendiente directa de Huayna Capaj.

Indios en procesión

Así describe Arzáns la participación de indios ricos en la procesión potosina de 1555:

“Iban por delante 15 compañías de indios con sus capitanes ricamente vestidos a su usanza, con arcos y flechas, espadas de chunta y otras maderas fuertes todas plateadas, dardos, hondas, macanas, y aquellas armas a manera de cimitarras que usaban los capitanes de sus ingas; toda esta variedad de indianas armas iban unas doradas, plateadas otras, y otras vistosamente coloreadas.

“Luego se seguía un acompañamiento imitando el que tenía los monarcas ingas en su corte, el cual iba compuesto de la nobleza indiana que en esta Villa asistía. Serían estos más de 200 hombres vestidos a su uso, aunque eran las camisetas y mantas de ricas sedas, y traína por su orden todas las insignias reales, en unas hamacas de finas mantas de algodón, las cuales eran el llautu y la borla (que era la corona de aquellos poderosos monarcas) las arracadas, chaquiras, pomares y licras (que eran unas máscaras de cabezas de león, que formadas de oro finísimo se ponían en los hombres, rodillas y empeines) el arco, carcaj y flechas, hondas, el chambe, y el cuadrado escudo, con otras insignias y armas reales.

“Luego con toda majestad venían de dos en dos todos los monarcas ingas hasta el poderoso Ataw Wallpa, con aquel su excelente traje, llevando cada uno una chacha de cera en la mano.

“Detrás de este remedo de monarcas iban muchas y varias naciones de toda esta América Meridional, 12 mancebos de cada una, con diversos trajes en el modo de vestir pero iguales en el género, pintados los rostros, pies y manos con varios colores (uso propio de estos naturales) que más causaban horror que alegría.

“Luego se seguían diversas danzas en cuadrillas de indios mancebos, con varias representaciones, trajes y cantiñas a su modo, que la misma variedad deleitaba la vista al innumerable conjunto que asistía a ver esta procesión.

“Tras de este numeroso acompañamiento (en que según don Antonio de Acosta y don Juan Pasquier pasaban de 3.000 indios) iban en dos hileras 50 españoles vestidos a lo cortesano, con hachas de cera de a tres libras, siendo los últimos de las hileras cuatro caballeros del hábito de Santiago, que fueron dos Francisco de Figueroa, el capitán don Antonio Idiáquez, don Esteban Castaldo y don Luis Dávila Brocheroa”.

(*) Juan José Toro es presidente de la Sociedad de Investigación Histórica de Potosí (SIHP).

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