Estudios archivos — Guardiana Ayudar a empoderar a una ciudadana, incluyendo su búsqueda de justicia en los casos de violencia. Thu, 04 Aug 2022 03:48:41 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.5.5 https://dev.guardiana.com.bo/wp-content/uploads/2019/03/cropped-g-morado-08-32x32.png Estudios archivos — Guardiana 32 32 El suicidio como fenómeno social https://dev.guardiana.com.bo/innova/la-vida-despues-de-un-suicidio-para-la-familia/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=la-vida-despues-de-un-suicidio-para-la-familia https://dev.guardiana.com.bo/innova/la-vida-despues-de-un-suicidio-para-la-familia/#respond Thu, 10 Jun 2021 11:34:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=14065 Álvaro Valdivia Pareja, psicólogo clínico y suicidólogo, habla sobre una de las experiencias más complejas y devastadoras que existen: el suicidio de un familiar, amigo, conocido... Aunque las cifras demuestran que sucede más a menudo y más cerca de nosotros de lo que pensamos, sigue siendo una realidad a la que no sabemos cómo acercarnos.

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Por Álvaro Valdivia Pareja para Ojo Público

Jueves 10 de junio de 2021.– Un suicidio es como una bomba atómica que explota y arrasa con todo lo que encuentra en su camino. Aunque normalmente al escuchar esta palabra pensamos sobre todo en la persona que se quitó la vida, el impacto emocional que suele tener en su entorno es sumamente profundo. Algunas investigaciones sugieren que por cada suicidio hay alrededor de 135 sobrevivientes que sufrirán esa pérdida. La cifra no sólo incluye a miembros de la familia y amigos cercanos, sino también a compañeros de clase, colegas del trabajo o simples conocidos. La noticia de un suicidio suele ser tan fuerte y traumática que irradia una onda expansiva impactando a muchas personas que no imaginamos.

Álvaro Valdivia Pareja es magíster en Salud Pública en la especialidad de Promoción de la Salud Mental y Prevención del Suicidio por el Karolinska Institutet de Estocolmo, Suecia. Es licenciado en Psicología por la Universidad de Lima, psicoterapeuta racional emotivo conductual y cognitivo por Psicotrec y psicoterapeuta avanzado por el Albert Ellis Institute de Nueva York. Se ha desempeñado como psicoterapeuta en la clínica Ricardo Palma. Es docente en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), donde obtuvo el premio Talento de Oro por su labor como docente en la facultad de Psicología y Talento Plata en la facultad de Comunicaciones.

Con esto en mente, tenemos que reconocer que el trabajo terapéutico alrededor del suicidio difícilmente termina con la muerte. Las personas que quedan en duelo por este suceso atraviesan una de las experiencias más complejas y devastadoras que existen. Se les llama sobrevivientes a pérdida por suicidio y necesitan una red de apoyo que los escuche y una contención emocional especializada. El problema es que la mayoría de las veces esconden su dolor porque sienten vergüenza o culpa por la manera en que perdieron a su ser querido. El estigma alrededor del suicidio los aísla en un momento en que necesitan con urgencia la compañía empática de los demás.

El suicidio es un fenómemo social muy dificil de comprender. Aunque las cifras demuestran que sucede más a menudo y más cerca de nosotros de lo que pensamos, sigue siendo una realidad a la que no sabemos cómo acercarnos. Incluso yo, cuando decidí ingresar al mundo de la Suicidología y Prevención del Suicidio, lo hice sin asimilar por completo en qué consistiría mi trabajo ni las razones detrás de mi elección.

Aunque ya había tenido experiencias con suicidio por parte de personas cercanas a mi, cuando decidí viajar a Suecia para estudiar un programa en Salud Pública, con especialidad en Prevención del Suicidio, lo hice desde un punto de vista muy racional y académico. No lograba conectar con mis experiencias personales ni mis emociones al respecto. Sé que puede sonar muy elemental, pero en ese momento me costaba asociar el suicidio con la muerte. Creo que durante mucho tiempo me escondí en este mecanismo que suelo explicar a mis pacientes: la evitación experiencial, esa manera que tenemos los seres humanos de bloquear los recuerdos que nos duelen demasiado para no sufrirlos otra vez. El suicidio me había marcado tanto que al ingresar a su mundo solo soportaba verlo como un objeto de estudio y no como lo que realmente es: la posibilidad de que alguien termine con su vida. No tiene lógica, pero el temor y el trauma suelen comportarse así.

Después de unos años trabajando en este campo finalmente tuve mi punto de quiebre. Una persona a quien quiero muchísimo me llamó en estado de desesperación: un familiar muy cercano había fallecido horas antes y el cuerpo aún se encontraba dentro de la casa. Ella necesitaba ayuda y pensó en mí para orientarla. Yo no recuerdo con exactitud lo que le dije pero sí lo que sentí: me congelé porque su experiencia me conectó inevitablemente con lo que yo mismo había vivido en el pasado. En ese momento me di cuenta de que no podía seguir trabajando en Suicidología si no miraba dentro de mí. Tenía que observar mis propias penas de frente, atreverme a experimentarlas, para poder ayudar a otros. Ahora sé que justamente esas experiencias son las que me impulsaron a traer la especialidad de Suicidología al Perú. Meterme de lleno al mundo de la prevención del suicidio fue la única manera de empezar a sanar mis propias pérdidas.

Cuando tenía diecisiete años, una persona a quien yo quiero muchísimo intentó quitarse la vida. Era el verano del 2000 y yo me encontraba en una reunión casual con unos amigos que desconocían el vínculo que tenía con esa persona. Ellos empezaron a comentar el intento de suicidio y a especular alrededor del mismo, pues no se sabía con seguridad si la persona había fallecido o no. Recuerdo claramente que me paralicé ante lo que escuchaba. No pude hablar. No pude preguntar. No pude expresar absolutamente nada. Tuve que regresar a casa en silencio, perdido en mis sentimientos y padeciendo una serie de síntomas físicos avasalladores.

Cinco días después supe que la persona no había fallecido. Si bien eso fue un alivio, mi malestar no desapareció pues el impacto de la noticia en mi vida ya estaba hecho. Yo no vi lo que sucedió el día que esta persona intentó terminar con su vida, pero cuando me enteré de que lo había hecho, lo imaginé. Hasta ahora esa imagen creada por mí se asoma en mi cabeza. Ese es el inicio del trauma: cuando te dan la noticia de que alguien que amas terminó con su vida o, peor aún, cuando encuentras el cuerpo.

Muchos sobrevivientes a pérdida por suicidio desarrollan un estado de shock automático ante la primera información que reciben. Por eso es realmente muy importante que el hecho se comunique de manera realista pero prudente. No existe manera de evitar que una noticia así impresione a quien la reciba, pero informarla con empatía y cautela puede amortiguar el golpe.

Una participante del grupo de apoyo en el duelo por suicidio que dirijo hace cuatro años, nos contó que cuando su papá murió y ella llegó al lugar (rodeado de medios de comunicación y personas curiosas, igual que cualquier película que podamos haber visto), el policía encargado le dijo que él había dejado una nota de despedida. Le ofreció dejar leer dicha nota, pero antes le pidió que coloque sus manos atrás de su espalda, que no llore ni deje caer saliva, pues la nota era evidencia que debía guardarse para las investigaciones. El policía colocó el papel sobre el capot del carro y no le permitió tocarla. Nunca se la devolvió. Todo esto ocurrió en ese primer momento, cuando el cuerpo de su papá, quien había decidido acabar con su vida, estaba aún dentro de la casa.

Comparto esta experiencia no para juzgar el trabajo de otros, sino para evidenciar la necesidad de aprender a verbalizar un hecho tan arrollador como un suicidio. En realidad, como mencioné al inicio de esta columna, sobre este tema aún hay mucho por aprender. Por ejemplo, puede ser útil saber que siempre que hay un fallecimiento por suicidio se tiene que realizar una investigación. Hay algunos homicidios que se reportan como suicidios y, por eso, la policía impide que se toque el cuerpo hasta que llegue un fiscal, ordene el levantamiento y, tras esto, suele seguir un proceso de autopsia.

¿Se imaginan no poder correr a sostener el cuerpo de alguien a quien amas? ¿Tener que cumplir con tantos procedimientos legales cuando te estás hundiendo en la espiral de tus emociones? Este primer momento suele ser brutalmente extremo y sobrepasa a cualquier persona. Muchas veces es tan lacerante que se graba en imágenes, olores o sonidos. Que eso suceda es absolutamente normal y existe terapia psicológica para ello.

“Aislarse nunca va a ser la mejor opción. Evitar la verdad, tampoco. Todo duelo trata precisamente de eso: de enfrentar la verdad con los ojos muy abiertos, de contemplarla cara a cara y relatarla sin miedo, sin complejos, en voz alta, porque las heridas de las que no podemos hablar se pudren por dentro hasta matarnos. Porque los secretos familiares, cuando son tan dolorosos, necesitan revelarse”.

Escritora Ana Izquierdo

El duelo por suicidio es un proceso complejo que tendrá su propia intensidad y su propio tiempo. Por eso, aunque dure años y produzca síntomas muy agudos, no debería catalogarse como un “duelo patológico”. Lamentablemente, la gran mayoría de teorías psicológicas y manuales de psiquiatría señalan que solo es natural sufrir la muerte de alguien por un tiempo determinado, en muchos casos establecen seis meses. Después de ese período a tu tristeza la pueden considerar una patología que necesita tratamiento. No me parece ético, ni justo, ni profesional que se pretenda forzar una teoría o un diagnóstico a una persona que ha perdido a alguien, sea por la razón que sea. El duelo es un proceso muy personal, que amerita respeto, cuidado especializado y apoyo. Lo que menos necesita alguien que sufre una ausencia es que le coloquen una etiqueta o patologicen su dolor.

Los sobrevivientes a pérdida por suicidio necesitan mucho apoyo desde un inicio. Más allá de aturdirlos con palabras, podríamos hacernos disponibles para cuestiones prácticas como ayudarlos con los trámites de la morgue, el velatorio, el entierro o cremación. Además es sumamente importante que no nos apresuremos ni los presionemos para compartir lo que ha sucedido. Muchas personas cuyos seres queridos se quitan la vida deciden dar otra versión sobre la causa de muerte, ya que piensan que no podrán lidiar con lo que ha pasado y sienten que tendrán que dar explicaciones.

El hecho de respetar los sentimientos ajenos no significa que sea saludable ocultar un suicidio. Tenemos que conversar sobre este tema, pero desde la compasión y el entendimiento. Un gran motivo por el que los familiares tienden a esconder la verdad del suceso es porque todavía vivimos sumidos en una sociedad que estigmatiza el suicidio y, sin pretenderlo, generamos un sentimiento de culpa y vergüenza en quienes atraviesan esta tragedia. Crear un espacio seguro para que ellos compartan su dolor puede sentar las bases para su recuperación emocional. Es lo que intentamos hacer en el grupo de apoyo en el duelo por suicidio, a donde suelen acudir personas que no se sienten validadas ni acompañadas en otros espacios. Por eso hay una frase que siempre se repite en esas sesiones: “Solo aquí me siento comprendido”.

Y tener un grupo que te sepa escuchar no es poca cosa. Poder nombrar en voz alta la más profunda de nuestras penas puede salvarnos la vida. Se calcula que casi el 50% de personas que pierden a un ser querido por suicidio experimenta el mismo deseo durante su duelo. En su libro El hijo que perdí, la escritora Ana Izquierdo cuenta lo que sucedió luego de que Renzo, a los 27 años, acabara con su vida. En un inicio, la familia acordó decir que tuvo un infarto pero al escribir el libro, la autora decide contar lo que realmente sucedió.

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El duelo en la mirada de Alexandra Kohan https://dev.guardiana.com.bo/innova/el-duelo-bajo-la-lupa-de-alexandra-kohan/?utm_source=rss&utm_medium=rss&utm_campaign=el-duelo-bajo-la-lupa-de-alexandra-kohan https://dev.guardiana.com.bo/innova/el-duelo-bajo-la-lupa-de-alexandra-kohan/#respond Thu, 20 May 2021 15:12:00 +0000 https://dev.guardiana.com.bo/?post_type=culturas&p=13496 La psicoanalista y docente que suele desnudar estereotipos hoy habla sobre el duelo en momentos en que mucha gente ha perdido a un familiar, una pareja, una o un amigo.

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Por Alejandra Kohan para el elDiarioAR y foto de El Grito del Sur

Viernes 21 de mayo de 2021.- Uno de los motivos por los que el psicoanálisis está vivo es, sin dudas, porque sigue suscitando lecturas. No es un dogma, eso que, como señala Juan Ritvo, es lo que impide leer. Esas lecturas son sorpresivas, ocurrentes, irrumpen en el espeso y macizo bloque del sentido común -incluso el del propio psicoanálisis- produciendo un acontecimiento: nuevos sentidos, sutilezas, movimientos pequeños cuyos efectos son enormes. 

Jacques Lacan introdujo una novedad en relación al duelo: lo que nos duele no es tanto el objeto que perdimos, sino eso que fuimos para el que perdimos. Ese movimiento que propone puede parecer apocado, chiquito, nada estridente, pero resulta fundamental para que las piezas en la experiencia del duelo se dispongan de otra manera. Lo que fuimos para ese otro que ya no está conforma nuestra más íntima singularidad, esa que no va a poder repetirse en ningún otro lado, en ninguna otra relación. Es ese algo que nos hizo únicos -y no “lo único”-, no sólo para el otro, sino para nosotros mismos. Ese algo que fuimos y que se va con el que ya no está.

En 1997 se publica por primera vez Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, de Jean Allouch. A partir de ese momento, el duelo ya nunca más será lo que era. Ya nunca más podremos mirar para otro lado. Si el libro es tan conmovedor, tan estremecedor y tan iluminador, lo es también por el hecho de ser el resultado de su experiencia “particular” de duelo: “tras haber perdido a un padre de muy joven, como padre perdí a una hija”. Sucesión de pesadillas y sueños propios, la lectura de Duelo y Melancolía, de Freud y la lectura de Kenzaburo Oé son piezas fundamentales -aunque no las únicas- en el armado de este texto. Y es que Allouch siempre pone de sí en la transmisión, siempre está metido en lo que dice, siempre echa mano a su experiencia como analizante o como lector para poner en juego algo de sí en lo que dice -no fueron pocas las veces que me conmoví en sus seminarios, uno no sale de ahí igual que cómo entró-. Si se trataba de “hacer prevalecer una versión del duelo distinta de la usual dentro del movimiento freudiano […] me pareció que un proyecto así no tenía prácticamente ninguna posibilidad de ser realizable si me limitaba a discutir el problema teóricamente”. En este texto explicita que “la versión del duelo planteada en este libro me fue dada primero en una pesadilla”, y que eso no puede ser soslayado.

El libro produce una novedad radical: muestra cómo el sentido común del psicoanálisis ha hecho del duelo un trabajo a pesar de que en el texto freudiano la noción de trabajo está sólo una vez. Y entonces Allouch propone que el duelo no es un trabajo, sino un acto, que “hay un abismo entre trabajo y subjetivación de una pérdida”. Y esa distinción resulta fundamental para pensar contra el sentido común que pretende patologizarlo y por lo tanto normalizarlo una y otra vez. Porque lo que Allouch subraya es que concebir el duelo como un trabajo lo vuelve objeto de prescripción.

Apenas alguien experimenta una pérdida, alrededor se activa, muchas veces, el ejército de los que, como dice mi amigo José Luis Juresa, no soportan vivir la diferencia en paz. Y entonces empiezan las indicaciones de lo que hay que hacer o no hay que hacer a propósito de la pérdida y a propósito de la tristeza. “Mejor no trabajes”, “mejor trabajá”, “no te quedes solo/a”, “mejor estar solo/a”, “no llores, ella ya no sufre”, “comé, salí, llorá, no llores, fijate de hacer algo lindo, no mires fotos, mirá fotos” y así; es que muchos no pueden acompañar al otro como otro y pretenden que el otro haga lo que ellos harían en su lugar, como si ponerse en el lugar del otro no implicara sacarlo de ahí. En su Diario de duelo, Roland Barthes anota: “todo el mundo conjetura -así lo siento- el grado de intensidad de un duelo. Pero imposible  (signos irrisorios, contradictorios) medir hasta qué punto alguien ha sido alcanzado”. Sí, todo el mundo conjetura qué perdimos y cómo debemos hacer el “trabajo de duelo”. “Manos a la obra”, parecieran decir algunos. Los que tienen dificultades para relacionarse con la angustia o con la tristeza son los primeros que van a intentar normalizar el duelo en un trabajo que conlleva pasos, como el del tratamiento de Alcohólicos Anónimos. Y entonces también van a suponer que hay un tiempo “normal” para hacer el duelo, o que se trata de que el que está de duelo se distraiga, se olvide. Es en clave de resistencia a las prescripciones que leo la entrada del 30 de noviembre del diario de Barthes: “No decir Duelo. Es demasiado psicoanalítico. No estoy en duelo. Estoy afligido”. Junto con la del 9 de diciembre: “Duelo: malestar, situación sin chantaje posible”. Al que está experimentando una pérdida se le hace insoportable, como dice Barthes, todo lo que le impida habitar su aflicción.

De entre las muchas cosas que encuentro no opinables, me resulta especialmente fuera de lugar que se opine sobre: el amor que alguien elige, los miedos que alguien tiene, los modos en que alguien experimenta un duelo. Por eso resultan un refugio esas personas dispuestas a alojar la tristeza sin rechazarla, dispuestas a no sentirse obligadas a decir “lo que corresponde”. Como siempre, el alivio encuentra su lugar por fuera de los protocolos y de las buenas intenciones de los que nos quieren “calmar” la tristeza.

El 30 de abril de 2021 se murió mi mamá. Cuando me avisaron, por un instante pensé “le tengo que avisar a papi” -“papi” así lo pensé-. Papi murió en 2009. Ese instante me conmovió tanto que se lo conté a varias personas. Y entonces mi amiga Florencia Ure me contó que su papá, que tenía más de 50 años cuando se murió su mamá, en el instante de enterarse pensó: “¿Y ahora que no está mami quién nos va a llevar al colegio?”. En un instante la infancia vuelve y están papi y mami. Un instante en que el mundo se descuajeringa, se desencaja y quedamos fuera de tiempo. El tiempo se desacomoda, nos desacomoda, ya no hay tiempo. “Amanece y ya está con los ojos abiertos”, la frase del narrador de El limonero real, de Juan José Saer, que se repite varias veces escribe ese fuera de tiempo. O la escena que cuenta Martín Sivak en El salto de papá: “Tardé veintidós años en volver a Punta del Este. Regresé por este libro, en agosto de 2015, y por primera vez en mi vida perdí un vuelo. Llegué con el tiempo exacto, pero el muchacho del mostrador de Aerolíneas Argentinas dictaminó que había llegado tarde y corregir mi nombre en la reserva -estaba mal escrito: Zivak- haría imposible mi check-in”. Ese tiempo exacto, el tiempo que cuajaba, se desacomoda para que sea posible escribir con exactitud el apellido paterno; es un tiempo inédito: “por primera vez en mi vida”.

“El tiempo pasaba sin siquiera agitarme. No sé qué hacía con el tiempo. No lo recuerdo”, dice el narrador de Los Llanos, de Federico Falco. Acaso el duelo sea el destiempo por excelencia.

Es una obviedad decir que cada pérdida es singular, que cada duelo es particular; pero hablando con mi amiga Carina González Monier nos dimos cuenta de que la muerte de una madre tiene algo todavía más particular, independientemente de la relación que se haya tenido con ella. La muerte de una madre tiene su particularidad sólo por tratarse de una madre; acaso porque nos dio la vida, no importa cuál, la vida como don. Y entonces, como es habitual en ella, Carina pronunció una frase que lo cifra todo: “hay gente que existía y hacía algo”. Ese algo que no era necesario explicitar ni proclamar, ni pronunciar, ni comunicar. “Ahora estamos por nuestra cuenta”, siguió, seguimos, lloramos.

¿Cómo se escribe este dolor tan, pero tan inédito? También podría ser la pregunta de Sangra en mí, de Liria Evangelista. Libro que me regaló mi amiga Águeda Pereyra y que no había podido leer mientras mi mamá estuvo enferma. Y que ahora sí leo: “Yo quiero escribir muertos. Escribir mi madre muerta y los demás. No somos -todos, ellos, mi madre y yo- más que historias contadas hasta el infinito y vueltas a contar. Este es el páramo donde se escucha el murmullo de los ya idos […] Ella es todos los muertos. Ella es todo lo que ha muerto”.

Cuando yo era chica no se usaba, como ahora, vestir a los niños de negro. Yo tendría aproximadamente 4, 5 o 6 años y mi mamá me había comprado un enterito -así le decía ella- negro que suscitaba comentarios de los otros, echando una especie de manto de sospecha sobre ella. Por supuesto que lo que yo recuerdo no es tanto eso, como el relato que mi mamá desplegaba mientras esbozaba una sonrisa irónica y algo displicente. A ella le encantaba, no solamente su gesto fuera de la norma, sino cómo me quedaba el color negro. A ella le encantaba cómo me quedaba ese enterito y le encantaba contar lo que decían aquellos para quienes el negro no era un color infantil, las dos cosas juntas. Yo sabía, porque lo sabía, o lo sé hoy, o lo supe siempre -qué importa-, que su satisfacción estaba más en su gesto de resistencia a lo que se espera de una madre que en otra cosa. Ese gesto, como tantos otros, me transmitió, en acto, que la resistencia a la norma se hace sin estridencias, sin épica, sin espectáculo. Y entonces yo usaba contenta ese enterito que, según mi recuerdo -encubridor como todos-, tuve puesto durante años. Esa ropa cifraba algo de la felicidad de mi mamá. Me doy cuenta hoy, que ya no está, que vestirme de negro, casi exclusivamente, lejos de significar oscuridad, tristeza o cualquiera de esas cosas que el sentido común, en sus códigos prescriptivos y sus simbolismos estúpidos le asigna a los colores, significa, para mí, volver a esa sonrisa que mi mamá tenía. Creo que visto de negro, casi exclusivamente, porque es el color que, puesto en mí, la hacía sonreír irónicamente, una sonrisa contra toda condescendencia.

Desde su sueño morfínico mi mamá llegó a acordarse del cumpleaños de mi papá, de quien estaba separada hacía cuarenta años. Dijo así: “hoy cumpliría años Julio”, dijo “Julio”. No hablaba de mi papá, hablaba de su amor, o ex amor, o que lo que sea que fue Julio para ella, no lo sé. Quizás no fuera yo la que tenía que avisarle a papi. Quizás ya le estaba avisando ella.

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